Amor impropio
Estos votantes optan por la ultraderecha porque, para empezar, se identifican más con sus políticos
Lo que impulsa a la ultraderecha en Europa no es el odio al extranjero, sino la falta de amor propio. Quienes sienten que pierden el control de sus vidas —por ejemplo, por una creciente inestabilidad laboral— compensan su frustración individual con un sentimiento de superioridad grupal. Es lo que explica la extraña subida de la extrema derecha en los países nórdicos, uno de los rincones más tolerantes del planeta. Ahí, los xenófobos Demócratas Suecos han pasado de la irrelevancia a cosechar un 18% de los votos en menos de una década. Pero, al mismo tiempo, y paradójicamente, en algunos estudios, los suecos aparecen como los europeos más abiertos y con mejor opinión de los extranjeros.
La ultraderecha no se alimenta del racismo —aunque, obviamente, lo fomente con su discurso xenófobo—. La ultraderecha crece por motivos de (in)seguridad económica. Y, a pesar de lo que suele repetirse, es impreciso señalar que el voto a la extrema derecha procede de los llamados “perdedores de la globalización”. De nuevo, las sociedades nórdicas son culturalmente muy abiertas al comercio. No quieren cerrar sus fronteras. El voto a los extremistas tampoco viene en exclusiva de los parados, un sector diminuto en la Europa más próspera. El granero fundamental del voto a la derecha radical es el de trabajadores con ocupaciones susceptibles de desaparecer por la inexorable informatización de la economía. Empleados que temen perder su puesto por la automatización de los trabajos más rutinarios y manuales. Obreros que, a pesar de trabajar, se sienten vulnerables.
Estos votantes optan por la ultraderecha porque, para empezar, se identifican más con sus políticos. Los cuadros de los partidos tradicionales suelen venir de profesiones bien remuneradas y seguras. La extrema derecha recluta a candidatos que tienen ellos mismos miedo a lo que les deparará el futuro laboral. Los ultras hablan, en primera persona, el lenguaje de los vulnerables. Los partidos convencionales no captan la psicología de esos votantes. Como muestran algunos experimentos científicos, el nacionalismo excluyente que denigra a otros pueblos es una forma de narcisismo colectivo. Un mecanismo defensivo que se despierta en nosotros cuando sentimos que hemos perdido control sobre nuestras vidas.
Pero, hoy, los políticos tradicionales no saben leer los sentimientos callejeros ni los pensamientos científicos.@VictorLapuente
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