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IDEAS / UN ASUNTO MARGINAL
Columna
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La era de la abundancia

La historia sugiere que cuando las noticias nos abruman, acabamos culpando al mensajero

Enric González

Hace unos años, no tantos, los periódicos vendían toneladas de papel. El negocio solía atravesar un bache durante las vacaciones veraniegas y cada empresa trataba de adaptarse como podía a la contracción de agosto: se reducían páginas, se introducían suplementos de tono ligero y se aplicaba algún instrumento promocional: pequeños regalos, ofertas de ollas, ese tipo de cosas. Un día, charlando con uno de los principales directores de la época, salió la cuestión de agosto. Aquel director me comentó que ese año se iba a ahorrar las promociones: pensaba mantener las ventas en un nivel aceptable llevando a portada cada día el “genocidio lingüístico” en Cataluña. Incluso la licencia poética (los genocidios solo se cometen sobre personas) resultaba exagerada, pero la idea funcionó. Solemos tolerar exageraciones cuando percibimos que un problema es real. Somos así.

La prensa existe para difundir información. Idealmente, lo que llamamos noticias. Y la noticia se sustenta en la anomalía, la irregularidad, el fenómeno excepcional. La prensa, por tanto, ofrece un retrato deformado de la sociedad: la pinta peor de lo que es. Los avances tecnológicos no han supuesto ningún cambio en ese sentido. Simplemente han permitido que la industria de la información se adapte al hipercapitalismo (en el sentido de la hiperproducción e incluso de los hiperbeneficios, absorbidos por los grandes distribuidores digitales) y proponga al consumidor una oferta tan abundante como continua. Es natural. Vivimos en la era de la abundancia. Bendita abundancia: eso lo sabe cualquiera que padezca la escasez. Quizá inevitablemente, la abundancia implica excesos y adicciones.

Por ceñirnos al caso español, unos pocos miles de personas, los que producen información y los que la jalean o patean (las redes sociales integran el proceso completo, desde la primera emisión hasta la última reacción del usuario), conforman un mecanismo de difusión acelerada y masiva. No sé cómo sobrellevan ustedes el clamor informativo. A mí, y me dedico a esto, me pone un poco nervioso. Me cuesta reconocer el país real en ese torrente de problemas y desgracias.

La realidad es compleja. ¿Hay que vender bombas a un régimen tiránico y en guerra como el saudí para mantener el empleo en un astillero? Tengo mi opinión (no), pero entiendo el dilema. Cuanto más leo sobre el asunto, mejor entiendo el dilema. Y menos preparado me siento para afrontar diariamente conflictos éticos como ese, uno de tantos. Ahora constatamos que muchos políticos mienten en su currículo y obtienen titulaciones por vías vergonzantes. Que el poder miente ya lo sabíamos; que los políticos recurran a la falsificación de títulos para medrar en el oficio (nada que ver con los electores, que no suelen votar según el expediente académico) revela una cierta podredumbre endémica. ¿Qué hacemos? ¿Abominamos del sistema? ¿Nos lo cargamos?

La historia sugiere que cuando las noticias nos abruman, acabamos culpando al mensajero. No es extraña la impopularidad de la prensa en la sociedad de la abundancia. No es extraño el ascenso de los autócratas populistas enfrentados a la prensa: ellos mienten, pero el público percibe que la industria de la información, enganchada al conflicto y a la contradicción, también lo hace. No nos reconocemos en ella.

El progreso implica complejidad. La prensa es a la vez necesaria y dañina. Habrá que hacerse a la idea.

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