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MIRADOR
Columna
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Nubes

Comenzará a crecer hasta romper en una tormenta que al principio nadie habría podido prever a tenor de la insignificancia de aquélla

Julio Llamazares
Felipe Vega, director, da instrucciones a David Selvas e Irene Montalá, durante el rodaje de la película
Felipe Vega, director, da instrucciones a David Selvas e Irene Montalá, durante el rodaje de la película © Víctor Bello

De la filmografía de mi amigo Felipe Vega me gusta todo, pero siento predilección por una película: Nubes de verano. Rodada en la Costa Brava catalana, cuenta la historia de una pareja madrileña aparentemente feliz que vuelve cada verano al mismo paisaje como hacemos muchos en las vacaciones. Todo discurre con normalidad y en calma como suele suceder en esta época en la que el tiempo y las convulsiones parecen detenerse bajo un cielo imperturbable y limpio cuyo sol incandescente lo llena todo de serenidad y luz, esa luz de los veranos que apenas cambia de un año a otro. Como los protagonistas, pese a que cada verano sean un año mayores y la erosión del tiempo se note en sus cuerpos y en sus relaciones a poco que uno se fije en ellos.

Un día, sin embargo, en la bóveda del cielo surge una nube, una pequeña nube sin importancia pero que empieza a crecer y a expandirse hasta acabar ennegreciendo la luz que hasta entonces reinaba sobre la naturaleza y sobre quienes en ella cumplen con la liturgia del veraneo siguiendo una tradición que se repite año tras año, modas al margen, y que consiste sustancialmente en resolver las necesidades elementales y en descansar, cada uno en función del lugar en el que esté. En la película de Felipe Vega, que toma el título del japonés Ozu y su inspiración en Hitchcock, en concreto en aquella charada en la que dos personas se unían para cometer un crimen, cada una por un interés diferente, la nube que se cierne sobre los protagonistas pone en peligro su felicidad, que se asienta en la estabilidad, de la pareja y de su relación con su hijo. La sombra de la nube (la duda, en este caso, sobre la fidelidad de la mujer que siembran dos personajes cercanos a la pareja, un antiguo novio de ella y una amiga interesada en el marido) comenzará a crecer hasta romper en una tormenta que al principio nadie habría podido prever a tenor de la insignificancia de aquella. De la fragilidad de las relaciones, como de la fragilidad del verano, habla la historia de Felipe Vega, una bellísima introspección en la luz y en el paisaje ampurdanés y en el alma de sus personajes, marionetas de un juego que empieza en broma y acaba en serio, como la mayoría de los que tienen a los sentimientos por protagonistas. Al final, la metáfora de esa nube que va creciendo hasta acabar rompiendo en una tormenta es la del propio verano cuando las vacaciones tocan a su fin y aún la de la propia vida de los hombres, como bien supo ver el poeta Jesús Munárriz: y como nubes pasarán los días...

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