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Columna
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El racismo y las personas superfluas

Juan Cruz
Inmigrantes a bordo del 'Aquarius' a su llegada a Malta.
Inmigrantes a bordo del 'Aquarius' a su llegada a Malta.GUGLIELMO MANGIAPANE (REUTERS)

Escribió Herman Melville en 1849: “En la estatua de la Libertad encontramos la inscripción: ‘En este país republicano todos los hombres han nacido libres e iguales’. Pero debajo leemos en letra pequeña: ‘A excepción de la tribu de los hamo (los negros). Lo cual echa por tierra el aserto precedente. ¡Ay de vosotros, republicanos!”.

Lo cita Hans Magnus Enzerberger en su ensayo La gran migración (Anagrama, 1992). El escritor alemán se remonta también a Antífones, que escribió en De la verdad (siglo V): “(…) Nos estamos comportando como bárbaros los unos con los otros. (…) Todos somos iguales, tal como se deduce de lo que, por naturaleza, es intrínseco al ser humano: todos respiramos por la boca y la nariz, y todos comemos con las manos”.

Todos somos iguales, pero… Considerar que los manteros y los emigrantes que vienen de África en barcos penosos son una amenaza económica responde a la pulsión racista que nos domina y que pervive en el siglo de las hipocresías. Hasta que no se diga que esto es racismo, los políticos del rancio español abolengo seguirán jugando al ajedrez con las palabras. Enzensberger halla una metáfora que explica la pulsión que los expulsa. Cuando vamos solos en el vagón de un tren sentimos que esa es nuestra casa. En cuanto alguien se sube a compartir ese espacio nos revolvemos como si hubiera entrado el enemigo a usurparnos el sitio. Y hacemos lo imposible para señalarles que no son bienvenidos. Antes ocurría con los sudamericanos. Ahora con los negros.

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Aquí se ha llenado la boca política deplorando la desertización de pueblos y ciudades. Los mismos que expresan el horror al vacío acucian para que no entre un negro más. Si los que vienen fueran ricos, dice Enzensberger, les abriríamos las puertas de las casas y de los palacios y de los bancos, y de los trenes, y no los reduciríamos a “personas superfluas” a las que les negamos el pan y la vivienda y los medicamentos. Y los sometemos a la incertidumbre de llegar, hacinados en alta mar, con su vida en peligro como si fueran, en efecto, personas superfluas, cantidades indeterminadas de carga insoportable.

Es el racismo, rémora incivilizada de la historia de la humanidad, frontera verdadera de la mente de un país que se hizo emigrando y que se hizo mejor recibiendo a los inmigrantes. País de emigración, sometido a creer que los bárbaros son los otros, como si no fuéramos también emigrantes de nosotros mismos, acuciados por el lenguaje de palo de la hipocresía a aceptar que el racismo es el argumento que no se dice.

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