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Tribuna
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Los viajes ¿ilustran?

En el siglo XXI ya es casi imposible descubrir territorios ignotos, cualquiera puede ver en la pantalla de su teléfono imágenes del rincón más escondido del planeta. Todas las regiones de la Tierra están cuadriculadas para el turista

Jordi Soler
EDUARDO ESTRADA

¿De verdad ilustran los viajes en el siglo XXI? Hace doscientos años la gente común viajaba mucho menos que nosotros, salía poco de su comarca y los viajeros cumplían con la función de contar, a quien quisiera enterarse, de las maravillas, las rarezas y los horrores que había en países lejanos y exóticos. El viajero de entonces era una persona admirable porque había estado en lugares que sus paisanos no podían ni imaginar y, para llegar hasta aquellas regiones ignotas, se había sometido a innumerables incomodidades y peligros que nadie podía, naturalmente, comprobar, pero tampoco desestimar.

La idea de que los viajes ilustran viene de esa época en la que el viajero efectivamente descubría nuevos mundos y después regresaba a ilustrar a su círculo social que permanecía dentro del perímetro del pueblo, mientras él sorteaba acantilados y se batía contra fieras mitológicas.

En el siglo XXI ya es casi imposible descubrir territorios ignotos, cualquiera puede ver en la pantalla de su teléfono imágenes del rincón más escondido del planeta, y el viajero de hoy ya no puede contar que ha visto un leprechaun en los alrededores de Skibbereen sin que Google lo desautorice de inmediato.

Hoy ya es difícil que los viajes ilustren, cualquier región de la Tierra está cuadriculada para el turista, el flujo de gente que viaja está controlado, gestionado y domesticado por la gran industria del turismo que provee sitios históricos, monumentos, edificios emblemáticos, restaurantes, todo rumiado y digerido en una guía, en un blog, en una app. El viajero de hoy es precisamente lo contrario del viajero de hace dos siglos: mientras aquel viajaba para descubrir lo que nadie había visto nunca, el de hoy viaja para ver, o experimentar, lo que ya han visto y documentado los demás; el viajero de antes iba por delante y el de hoy lo que quiere es no quedarse atrás.

La era de la hiperinformación genera una transparencia que nos ha dejado sin territorios ignotos y también sin ese margen de bruma de donde salían los leprechauns. Si Google hubiera existido en la antigüedad las mitologías no hubieran contado con la bruma informativa que las hizo florecer.

Antes había que inventarlo todo: la ruta, el medio de transporte, los sitios para pasar la noche

En la época de Demócrito no había forma de fotografiar los viajes y el viajero, al no contar con el respaldo de las imágenes, tenía que hacer un importante esfuerzo de atención y de memoria para poder recordar más adelante lo que había visto. Los viajes eran muy caros en los tiempos de Demócrito porque había que inventarlo todo; la ruta, el medio de transporte, los sitios para pasar la noche, la comida, todo corría a cargo de la inventiva, del arrojo y de los ahorros del viajero. El dinero que usó el filósofo para su viaje fue el de la fortuna familiar, que compartía con sus tres hermanos y que se fundió sin ningún miramiento.

Demócrito salió de su pueblo, Abdera, cruzó el mar Mediterráneo y desembarcó en la costa oriental de África. Caminó por la orilla del mar Rojo hasta que llegó a Harar, en Etiopía. Se sabe que mientras viajaba fue entrando en contacto con los magos caldeos, que le enseñaron teología y astronomía. También pasó una temporada con los sacerdotes egipcios aprendiendo geometría, y con los gimnosofistas de la India que eran una tribu de vegetarianos contemplativos que lo ilustraron sobre la meditación y el ascetismo. Después de todas esas experiencias volvió a su casa transfigurado y sin dinero. Si comparamos el saldo de ese viaje con el de los viajes que hacemos en el siglo XXI, acabaremos concluyendo que la palabra viaje es demasiado amplia.

Aunque algo siguen ilustrando los viajes por su flanco vivencial, la facilidad y la comodidad con las que nos desplazamos hoy ha cambiado el sentido de los viajes, por la forma en que se hacen públicos en las redes sociales, y porque son útiles para elevar de manera instantánea el prestigio del viajero, que es tan cristalino como elemental: hay el instrumental necesario y un afán de que el viaje se propague en una colección de imágenes; quien hace un viaje a Sudáfrica o a China tiene más prestigio que quien lo hace a, digamos, Peñíscola.

La vida empieza a ser la construcción pública de un rastro fotográfico de la cotidianidad

Cada viaje tiene un propósito: hay quien viaja para emprender un negocio y quien lo hace para entrar en contacto con otras culturas; hay viajes para ver a la familia o para asistir, en una ciudad lejana, a un concierto o a un partido de fútbol; hay multitud de viajes, pero en el siglo XXI hay uno que empieza a definir al viajero de nuestra época: el viaje donde el mayor estímulo es hacer fotos con el teléfono para colgarlas en Instagram. Así como el viajero de hace dos siglos, o de hace veinticinco como es el caso de Demócrito, se extasiaba ante una puesta de sol en el desierto, el viajero de hoy le da la espalda para hacerse un selfie y más tarde publica la fotografía de la puesta de sol cuyo centro es él mismo, para que se extasíen sus seguidores.

Es verdad que ya había en el siglo XX colecciones de fotografías de viajes que iban a parar a un álbum; había hasta el cliché del turista japonés, armado con su aparatosa Nikon, que en lugar de contemplar un paisaje lo fotografiaba, para contemplarlo más tarde, una y otra vez, en un álbum de consumo personal que ocasionalmente compartía con sus amigos. Pero el viaje para hacer fotografías en la era de Instagram tiene otra orientación: la colección de fotos que antes era privada se ha hecho pública y lo público ha añadido el deseo de prestigio social que dan los viajes. Ya no se fotografía un paisaje o un monumento, como hacía el turista japonés del cliché, sino a uno mismo dentro del paisaje; más que el viaje lo que importa es el testimonio público de que se está viajando.

También es verdad que no es necesario estar de viaje para hacerse selfies y publicarlos; una buena parte de la vida empieza a convertirse en eso, en la construcción pública de un rastro fotográfico de la cotidianidad, por insulsa que esta sea.

El viajero de Instagram ve en el viaje el medio para conseguir su propósito, como lo haría el que viaja con el objetivo de hacer un negocio, o para encontrarse a sí mismo, con la diferencia de que el viaje de estos converge en un acontecimiento concreto, mientras que el instagramer lo que busca es el viaje diseminado, de principio a fin, en una serie de imágenes con las que nos insinúa: yo estoy aquí, y tú, no.

Jordi Soler es escritor. Ha publicado recientemente Usos rudimentarios de la selva (Alfaguara).

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