Llega el verano, regresa la lentitud
No hay prisa, nadie nos aguarda. Igual puede sentirse extraño en esta nueva condición, como arrancado del curso de los acontecimientos, abandonado a la deriva, perdido en una exasperante quietud


Las nuevas tecnologías han cambiado la vida de la gente. Ya todo el mundo va amarrado a un móvil, cabalgando sobre la corriente del presente. ¡Biiiib, biiiip!: hay un montón de muchachos atrapados en una cueva de Tailandia. ¡Biiiib, biiiip!: salta un nuevo fichaje millonario para la próxima Liga. ¡Biiiib, biiiip!: triunfa la supuesta esperanza que viene a rescatar a la derecha en España. Al trote, al trote. He ahí la marca del siglo XXI: ¡presentes!, siempre presentes, agarrados a la tensión del momento, conectados. Cada cual va trotando, no hay tiempo que perder, y cada cual está permanentemente avisado de lo más relevante: a la sobrina se le cayó la bola del helado sobre la arena de la playa, pobre, y el cuñado anda devorando ahora mismo una hamburguesa de cinco pisos, qué tipo. Que nada se escape, esa es la condición de unas criaturas que se han rendido a la actualidad, y que trotan y trotan para no perderse nada. La felicidad se alcanza en el instante sublime en que uno se incorpora al flujo permanente de las cosas.
Malas noticias: llegaron las vacaciones. Y, por desgracia, va a entrar un poco de ruido en el orden intachable de las pantallas y los avisos y los “me gusta”. No es grave, no vayan a inquietarse demasiado. Tómense el paréntesis como una enfermedad temporal, un resfriado incómodo que relaja esa comunión permanente con la humanidad entera a través de un cacharro inteligente al que rendimos pleitesía. Puede ser, incluso, una buena oportunidad para conocer algunos estados que se cultivaban en épocas anteriores y que ya casi han desaparecido: la lentitud, la pereza, el tedio.
La lentitud tiene que ver, por lo pronto, con dejar de trotar. No hay prisa, nadie nos aguarda. Igual puede sentirse extraño en esta nueva condición, como arrancado del curso de los acontecimientos, abandonado a la deriva, perdido en una exasperante quietud. Pero no se rinda. Levante una pierna con extrema parsimonia, apóyela un poco más lejos, empuje el cuerpo hacia delante, mueva la otra: ¡felicidades, ha conseguido dar un paso! Y en el proceso ha tenido tiempo de distraerse y de contemplar cómo las hormigas mueven sus extremidades. Quizá se ha visto sorprendido por una idea distinta de todas las que encuentra habitualmente en las redes de su tribu. Vaya. Luego la podrá tirar, pero aproveche para darle una vuelta. De eso va el verano.
Tampoco es nada grave la pereza. Es una suerte de desentendimiento ante toda urgencia. Que el móvil se quedó en la cocina y el mando de la tele sobre la mesa del salón, no pasa nada. El esfuerzo de levantarse es tremendo; y total, ¿para qué? Casi mejor seguir así, con la mirada puesta en el techo, detenida en una pequeña mancha como si esta concentrara toda la sabiduría del mundo. Se puede incluso escuchar el ruido del tiempo cuando pasa a su lado. Y hacerle un corte de mangas.
Queda el tedio, que puede llegar a ser exasperante pero que tiene también sus virtudes curativas. “Túmbate, sin pudor, caballo cuyos cascos tropiezan con todo”, dice un poema de Baudelaire. Túmbate sin pudor hasta que llegue el mayor de los aburrimientos. Túmbate, y disfruta de las vacaciones.
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