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CLAVES
Columna
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Carta a Theresa

¿Tan difícil es que un político tenga las agallas de decir la verdad?

Máriam M-Bascuñán
La primera ministra británica, Theresa May, ayer en Londres.
La primera ministra británica, Theresa May, ayer en Londres. JACK TAYLOR (Getty Images)

Esta semana, Boris Johnson nos sorprendía con su carta de renuncia. No nos dejan proyectar nuestras fantasías sobre lo real, parecía decirnos este niño grande. Como si teatralizara una rabieta de patio de colegio, el alborotado Boris advertía de la agonía del sueño del Brexit. ¿Qué hay de nuestro fetichismo soberano, del Take back control, del mítico Britain first? En lugar de alcanzar el Valhalla, dice en su apesadumbrada epístola a la Premier, hemos entrado en una “absurda situación” —al menos reconoce esto— que nos obliga a aceptar leyes comunitarias sin poder modificar una coma ni influir sobre su realización.

Lo cierto es que, cuando uno termina de leer la empalagosa carta, con su cursilería y su palabrería chic, dan ganas de aplaudirle: ¡bienvenido a la realidad, Mr. Johnson! El Brexit era eso y él lo sabe. Lo sabe y lo sabía. Entonces como ahora, las mentiras, el sentimentalismo de cartón piedra y el mantra de un patrón soberanista ya diluido constituyen el telón de fondo del discurso de un charlatán que solo aspira a hacerse con una posición de poder en su partido.

¿Tan difícil es que un político tenga las agallas de decir la verdad? Lo gracioso es que estas fantasías, tan de moda en boca de los nuevos salvapatrias, se revisten del melancólico lenguaje de la autenticidad, cuando en realidad son un subproducto de la racionalidad económica, esa que subyace a la mayoría de las propuestas políticas: cómpreme esta fantasía en el mercado especulativo de la promesa futura y créame gratis, que ya lo gestionaré después.

Es lógico que, descubierta la estafa, cuando los hechos se imponen a las expectativas, los ciudadanos nos entreguemos a la emoción y nos “decepcionemos” con los gobernantes. El abuso de la dialéctica entre la combustión prometeica de unos y el repliegue desencantado de otros es una dimensión más de la crisis de nuestras democracias, y salir del lodazal requiere un ejercicio de madurez para el que no parecemos preparados ni los políticos ni los ciudadanos. El juego de ocultar la razón tras la emoción, con la complicidad de ambas partes, muestra de nuevo sus fisuras. Quizás porque, después de todo, no hemos salvado el viejo escollo ilustrado: salir de nuestra autoculpable minoría de edad.

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