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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Monseñor Setién y la serpiente de la paz

El difunto obispo de San Sebastián condescendió con los terroristas y fue implacable con las víctimas

Jose Maria Setién, en una imagen tomada en 2007.
Jose Maria Setién, en una imagen tomada en 2007.Javier Hernandez (EL PAÍS)

No parece probable que monseñor Setién resucite al tercer día. Las fechorías de su existencia le han hipotecado el reino de los cielos. Y lo sustraen a la convención de una elegía edulcorada.  Por eso  no tiene derecho el pater soberanista a la diplomacia del estilo sepulcral, género literario que exalta los méritos del difunto a costa de esconder los errores. Y que acostumbra a resumirse en un epitafio presuntuoso y grandilocuente. El dolor que ocasiona la esquela y la tradición coral de las plañideras encubren incluso al finado más feroz y despiadado.

Acaso Setién permanezca a la categoría, más aún despojado de la cruz y del hábito episcopal que disfrazaban su ambigüedad con el terrorismo. No porque hubiera urdido un atentado o porque los hubiera legitimado con el agua bendita de las cañerías, sino porque contribuyó a los mensajes de indulgencia y de empatía, como si fuera posible asumir una posición de equidistancia entre el verdugo y la víctima en el nombre de la otra mejilla.

Setién no tuvo compasión con los muertos de ETA y sí tuvo condescendencia con los pistoleros, hasta el extremo de elevarlos al rango de revolucionarios. Era la perspectiva desde la que podían justificarse las matanzas. No sólo porque representaban la factura inevitable de la guerra de ocupación, sino porque el niño, el guardia civil, el periodista o el soldado eran los mártires necesarios del camino hacia la normalidad, entendiéndose como normalidad la amnesia y la obscenidad con que han sido asimilados en las instituciones los próceres intelectuales del terrorismo.

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Tiene escrito Edmund Burke que la victoria del mal solo requiere que los buenos no hagan nada. Y no se le podrá reprochar a Setién el defecto de la pasividad. Al contrario, especuló en el bando del mal y convirtió los confesionarios en zulos. E hizo de las homilías un ejercicio de apología de la resistencia y de la independencia que hubiera asumido como propias cualquier clérigo yihadista.

No fue un hombre de Dios Setién. Ni un hombre de Iglesia. El mensaje de la tolerancia del cristianismo y su vocación universal se resintieron de un sesgo oscurantista y despiadado. Setién simpatizaba con el soberanismo acariciando con su anillo a los chacales. Y abasteciéndolos de promesas ultraterrenas, ninguna tan atractiva como la independencia de Euskadi.

No ha vivido para bendecir el nacimiento de la nueva patria con el incienso de la pólvora antigua, pero casi llega a tiempo de votar en el referéndum que han amañado el PNV y Bildu en la estrategia de la desconexión y en la provocación mimética del soberanismo catalán. El clero vasco y catalán extremista simpatizan en la pira de la Constitución. Y veneran la serpiente de la paz que monseñor Setién custodiaba en su regazo, recreándose en el desamparo de las víctimas de ETA y evocando aquél siniestro pasaje del Don Carlos de Schiller en el que el marques de Poza recrimina a Felipe II haber predispuesto la paz... de los sepulcros. Dice Rubalcaba que en España se entierra muy bien. Y tiene razón, pero monseñor Setién se merece una fosa común sin epitafio.

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