Hay gente que es más guapa odiando
De vuelta a la civilización voy al timeline de James Rhodes para saber qué tal le fue el fin de semana
Lunes
La Moncloa ha contratado a un community manager que, cuando escribe “palomitas” en Twitter, pone un emoticono de palomitas, por si alguien piensa que al cine se va a comer crías de palomas. Cómo se llega a escribir “palomitas” en la cuenta oficial del Gobierno, más aún cuando no se refiere a ninguna bronca entre ministros, ya es suficiente noticia. Supongo que se trata de acercarse más al ciudadano, por eso también los emoticonos. El problema, si a estas alturas supone algún problema, es que cuanto más se acerca la política al ciudadano, más parece percibirlo como imbécil perdido.
Martes
Antes o después del insomnio apunto en la libreta algo que me pasó con Manu, 5 años, la semana pasada. Lo hago porque no sé si utilizarlo para estos diarios o para la novela, y al momento pienso que la duda ofende: todo se usa para lo primero que escribas. Yo estaba trabajando en la cocina de casa de mis padres cuando apareció Manu a pedirme que viese algo en el Ipad. Luego para pedirme que lo acompañase a ver algo en su cuarto. Después para pedirme que jugase con él. Más tarde para pedirme que bajase al pueblo a comprarle una serpiente de madera que vio en el mercadillo. Y al final, cuando ya habían pasado quince minutos desde que empezó a entrar en la cocina a pedir cosas, apareció otra vez y dijo: “Papi…”. “Qué, Manu, qué. Qué hostias quieres ahora. Ni un minuto puedo estar tranquilo”. Entonces se quedó un segundo en silencio y dijo: “Yo sólo venía a decirte que te quiero mucho”. Mis padres se pusieron rápidamente de su parte. Pero yo, después de subirlo en brazos y pedirle perdón, me quedé pensando en ese segundo. Creo conocer ya un poco a mi hijo, y por tanto empiezo a desconocerlo. En ese segundo pudo cambiar lo que me venía a decir por lo que me dijo. Es, al mismo tiempo, un niño buenísimo y listísimo. Nunca sabré lo que pasó en ese segundo del mismo modo que nunca se sabe lo que pasa en el segundo que se toman los demás. Por eso seguimos jugando. Por eso la única certeza es que a los diez minutos escuché cómo su primo, 4 años, fue a molestarle al salón y Manu le preguntó qué hostias quería ahora.
En cuanto a mí, no se asusten: todos estamos escribiendo una novela. El 99% no la acaba. De los que la acaban, el 99% no consigue publicarla. De los que la publican, el 99% no la venden. Y dentro del 1% que sí la vende, el 99% no la lee.
Jueves
“Veo el mundo como debería ser, no como es. Cualquier imperfección destaca para mí como una nariz prominente de perfil. La vida es insoportable. ¿Puede enderezarse la corbata?” (Poirot en Asesinato en Orient Express, la película de Kenneth Branagh que no recomiendo).
Sábado
La gloria del Tour se la llevan siempre las cumbres, no las llanuras. Supongo que es por el placer de ver reventar a gente; asistir a la selección natural de una forma tan vistosa, con los fuertes sacando de rueda a los débiles a menudo por pura capacidad pulmonar. Pero en las escapadas temerarias del llano, en las fiestas solitarias que un ciclista decide darse en homenaje, sobrevive la parte del ciclismo que más se parece a la vida: un tipo contra el mundo al que el mundo deja ir dándole esperanza, y el mundo absorbe a punto de llegar a meta.
“Hay ciclistas dispuestos a morir en descensos suicidas a más de noventa kilómetros por hora, pero ahora también hay algunos dispuestos a matar para conseguirlo”. Me he traído un libro que alguien ha escrito pensando en mi para el mes de julio: Muerte contrarreloj (Destino, 2018). Es una novela negra que transcurre dentro del pelotón del Tour de Francia, donde corren un asesino y su perseguidor. Me gusta esto, ya al principio. “Yo había desarrollado una estrategia de supervivencia que consistía básicamente en evitar todo tipo de conflicto, algo para lo cual mi temperamento se presta a las mil maravillas: una estrategia que funciona a condición de utilizar toda la violencia posible en las raras veces en que el conflicto resulta inevitable”.
Domingo
Me despierto en las afueras de Toledo a las 07.00, consecuencia del horario de radio. Yo estoy en esa edad en la que salgo los sábados para tener algo qué hacer entre las 7 y las 10 de la mañana de un domingo, preferiblemente dormir. Como no ha sido el caso, agarro los cascos y me voy a pasear por el monte en bañador, alpargartas y calcetines. Produzco tal estupor a esas horas que un coche de la policía, que debía de estar investigando un crimen entre cigarrales, me para para preguntarme si todo va bien. Cómo va a ir bien, pienso. Sigo mi camino ocho kilómetros hasta que me quedo mirando un espectáculo curioso. En una urbanización privada —en la que por supuesto he entrado, como buen defensor de lo público (al final la policía no iba tan desencaminada)— hay un caminito que se interrumpe por la rama de un árbol. La rodeo pisando un césped en el que ya está marcado el desvío, pues ese atajo se ha quedado sin hierba. Pienso en eso mientras vuelvo al hotel. En el momento exacto en que la rama hizo imposible seguir por la acera y tener que pisar la hierba, señalando el camino a los demás. Quién fue la primera persona que ya no pudo continuar por ahí y abrió un desvío, y a la que siguieron miles de pasos hasta dejar un senderito marcado de una forma tan automática que nadie repara en él. Y todo lo que significa eso, no sólo aquí en esta urbanización perdida entre cigarrales, sino en cualquier lugar y en cualquier momento de la historia, como consecuencia de cualquier otro obstáculo.
Lunes
De vuelta a la civilización voy al timeline de James Rhodes para saber qué tal le fue el fin de semana. Me pone de buen humor. Yo recurro a Rhodes los lunes como en Un mundo feliz se recurría a la soma. Me entero de que ha estado en Galicia, que ya sabe un poco de gallego para espanto de la España que no se va ni tirando de la cisterna, y que allí se lo ha pasado de maravilla. “Ama tanto España, que ya ama hasta Vigo”, escribió Tallón. También veo que agradece a algunos tuiteros su apoyo porque, al parecer, la felicidad de Rhodes ha despertado odio. Éste es un asunto muy particular que cada vez me interesa menos pero aún me interesa algo: la capacidad que tiene mucha gente de odiar a alguien por el único hecho de expresar felicidad. Rhodes ya es nuestro hombre feliz oficial, casi un profesional de la felicidad. Eso no debería molestar a nadie, todo lo contrario, pero si a alguien le molesta y además ha leído sus memorias (Instrumental, Blackie Books, 2016), esa persona no tiene remedio. Dicho lo cual, he observado algo entre los odiadores de Rhodes y de cualquier cosa que tenga que ver con el buen humor: nada les hace gracia si no tiene que ver con la destrucción de algo. Y cuando he tenido ocasión de conocer a alguno, y se le ha escapado una sonrisa, comprendo por qué no lo hacen más a menudo. No sé si la falta de costumbre les ha atrofiado los músculos de la cara, o es que la mala intención no se les va ni relajados, pero yo no he visto sonrisas más desagradables en mi vida. Definitivamente, hay gente que es más guapa odiando.
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