He leído muchísimas novelas peores que la tuya
Un hombre está a punto de contar el mayor horror del siglo XX, un testigo privilegiado de la historia, pero tú no tienes el día.
Jueves
Antes de salir a caminar (yo ni corro ni paseo: yo salgo a caminar, como los paisanos) me quedo mirando la tarjeta de crédito: ¿la llevo o no la llevo? Es un momento de máxima tensión. Estos bolsillos son bastante cortos y de ellos me suelen caer las cosas. Hay que tener en cuenta que yo camino en pijándal, un invento maravilloso que encontró mi madre para evitar el bochorno de que baje al súper en pijama. Se trata, en cualquier caso, de un pijama con apariencia de chándal, una cosa comodísima que no me he quitado nunca en todo el año. Diría que no me lo quito ni para dormir, pero ésa es la gracia. Cabe la opción de meter la tarjeta en la cartera: algo tan voluminoso es difícil que caiga. También puedo ir sin dinero y beber en las fuentes del Retiro, que es lo que hago siempre. Pero tengo malas sensaciones y quizás deba parar precipitadamente en un baño; ir con dinero calmará mi cuerpo de la misma esotérica manera que encender un cigarro acelera la cocina del restaurante. Al final meto la tarjeta en el bolsillo y al momento pienso: “La voy a perder”. Me conjuro para no hacerlo tocándola cada rato. A los treinta minutos ya he llamado al banco, ya la he anulado y ya han pedido otra. “Lo voy a perder”. Llevo quince años repitiendo esa frase cada vez que apoyo en algún lugar unas gafas, que dejo el móvil un momento en un banco, que pongo una cazadora en alguna parte. “La voy a perder”. Más que un recordatorio parecen unas instrucciones.
José Ángel Mañas en los cines Yelmo de Madrid para hablar de A estación violenta, la película de Anxos Fazáns. Mucho más alto y delgado que en las fotos de las solapas, donde sale una cara a la que, por la razón que sea, nunca le hubiera adivinado más de metro setenta debajo. La explicación oficial de vernos allí los dos es que nuestra ópera prima fue llevada al cine: las explicaciones oficiales están acabando con mi vida. Tengo que carraspear y aclarar que mi novela, en la que se basa la película, no llegó a vender doscientos ejemplares, ni venderá más porque no se va a reeditar. No sé las cifras ni el impacto de Historias del Kronen, pero en algo ayudé a rebajar su éxito. Nada más presentarnos le cuento a Mañas que en 1995 robé un ejemplar en El Corte de Inglés de Vigo de la forma más miserable posible: metiéndolo en el bolso de mi tía como si fuese una pistola, y olvidándome de pedírselo tres años sin que ella se diese cuenta; a veces, cuando se perdía algún primo, mirábamos allí dentro.
Viernes
G. lleva dos semanas anunciando que Los Planetas van a tocar en el Espacio Telefónica de Madrid Una semana en el motor de un autobús debido a algún aniversario random. Ni siquiera le mosquea que Ana Cermeño consiga tres asientos gratis -la entrada es gratis- de un aforo mínimo dos días antes. El fenómeno fan es algo que me vuelve loco. Es como si a fuerza de desear las cosas muy fuerte, éstas fuesen a ocurrir de forma mágica. Un día después, Manu, 5 años, pedirá un deseo tras tirar un palo a la hoguera de San Juan. Por la mañana despertará a su madre, le pedirá subir a la terraza del edificio y se decepcionará al no encontrar una piscina gigante y, dentro de ella, un delfín. Bueno, pues G. es lo mismo pero esperando encontrar dentro de la piscina a Los Planetas tocando el disco que más le gusta. En realidad lo que van a hacer Jota y Florent en Telefónica es una charla sobre el disco. “Si no se le entiende con música, verás tú sin ella”, digo a G. cuando vemos que no hay instrumentos en el escenario, ni siquiera escenario.
Antes de empezar voy un momento al baño, y cuando me estoy lavando las manos aparece Andrés Pérez Perruca, que es el jefe de todo esto, con un tío de barba poblada, gorra y gafas de sol. Pienso, mientras lo miro de reojo por el espejo y sigo lavándome las manos, que es imposible, cualquiera que sea el lugar o la circunstancia, que ese tío no sea Jota de Los Planetas. Aunque estuviésemos en la Antártida y él fuese negro. Andrés me lo presenta y Jota extiende su mano, pero yo tengo la mía mojada y enjabonada, y no hay toallas ni secador. No hay nada, ni un guante, ni una férula, con la que poder afrontar con dignidad el trance. Así que me disculpo, pero Jota hoy está en buena forma: no mueve su mano, que permanece en el aire, quieta. Yo vuelvo a mirarme las manos y a disculparme. La escena no puede ser más tensa: Jota se está pasando de educado. Finalmente, mientras murmuro “no quiero llegar tarde al concierto”, se la doy. Le mojo la mano como si fuésemos peaky blinders sellando un pacto, pero en lugar de ensalivadas, las nuestras huelen a jabón de lavanda. Aprovecho para frotarla un poco y secarla en la de él, ya que ha insistido tanto. Todo ello con un olor a fresco y a limpio que es pura decadencia.
Una semana en el motor de un autobús se inspira entre otros, dicen los artistas, en el título de Leona Williams: I spent a week there the other night (Pasé una semana allí la noche pasada). Una chica pregunta qué ocurrió con Kieran Stephen, que grabó el álbum e hizo la gira: “Era un genio”, dice. “Era un genio", responde Jota, "pero un día se bajó de la furgoneta y no lo volvimos a ver. Si tú lo ves, que nos hable o algo, porque ni queriendo arreglarlo hemos podido contactar con él. No sé si es que a lo mejor no entiende el español o algo”. “Lo entiende de puta madre”, responde ella sentándose.
Del concierto de Nacho Vegas, todo y Panero al cierre. En especial Ideología y Maldigo del alto cielo, una canción de Violeta Parra (Violética se llama el disco de Vegas) que canta con Christina Rosenvinge, los dos casi dando brincos por el escenario. Al día siguiente aún tengo en la cabeza el estribillo de la primera: “Confeccionar postales a mano en mi casa en Perlín / para el día de San Valentín / Vivir aislado, embadurnado en tinta roja y carbón / A salvo de la vida en mi rincón”. De Vegas siempre me gusta que meta constantemente sus pueblos y sus ciudades en las canciones. Ha llevado Gijón hasta Dylan, en una versión que no ha grabado nunca en estudio y que me enseñó G. hace meses y que he aprendido de memoria: Un simple giro del destino (Simple Twist of Fate). “Yo creo aún que ella es mi gran amor / pero cometí un error. / Ella nació en Gijón / pero yo nací perdido”
Sábado
Mientras hablamos en un bar se juega el Alemania-Suecia. Cada dos por tres las miradas se van a la tele. Un Alemania-Suecia tiene una incidencia nula en nuestra vida. Pues bien, existe una ley según la cual cuanto menos te importe un partido de fútbol, más placer culpable encuentras en seguirlo de reojo. Si el balón sale por línea lateral sin que quede claro quién le dio el último, y la persona que tenemos enfrente nos está contando que le han detectado un tumor maligno, es imposible que toda la atención no esté puesta en saber qué decide el linier. Imposible. A dos amigos una vez en Italia se les acercó a su mesa un anciano de 90 años y preguntó si se podía sentar con ellos. Se veía venir una chapa a leguas, una brasa memorable que habrían de recordar siempre. Así que empezaron a barruntar la manera de sacárselo de en medio, pues en la tele además estaban emitiendo un legendario Brescia-Udinese. Pero he aquí que, cuando iban a excusarse con él, el hombre les dijo que era superviviente de Auschwitz. Y tenía ganas de hablar, quizás hasta por primera vez en su vida. Mis amigos se revolvieron en sus sillas. Qué iban a hacer, ¿darle la espalda al Holocausto? ¿Decirle al señor: mire, no es el día? ¿No ve usted que están echando el fútbol? Un hombre a punto de contar el mayor horror del siglo XX, un testigo privilegiado de la historia, y tú no tienes el día. Por supuesto, se aguantaron. Porque de entre las cosas que justo en ese momento no te apetece hacer, pero debes hacer, escuchar a un superviviente de Auschwitz es de las primeras. Con tan buena suerte que, mientras el hombre contaba desordenadamente cómo los soviéticos liberaron el campo de exterminio y él salvó su vida, los dos gritaron “huuuuuy” tras un balón al palo del Udinese.
Cuenta David Trueba, a propósito de Tierra de Campos, que en los últimos sesenta años la canción ha sido “la expresión artística más potente que ha habido. La inmediatez con la que llega, la capacidad que tiene para generar sentimientos, para crear atmósferas en tres minutos”. Trueba se ha ocupado de dos mundos, la música y el fútbol (Saber perder), que pese a los cambios y los anuncios apocalípticos, y el odio al fútbol moderno, siguen conservando la esencia intacta que mueve a un chico de 12 años de un barrio perdido a querer ser una estrella en la Copa del Mundo, y serlo, y a una pandilla de un instituto de Tres Cantos (Madrid) soñar con tocar juntos algún día para 40.000 personas, y hacerlo. Como Vetusta Morla en Madrid, el sábado. Sin concesiones ni reglas externas, mandando en el negocio: enviando una bomba de relojería al antiguo régimen. Dieron un concierto memorable, convirtieron cada canción en un pedazo de la vida del que la escuchaba y disfrutaron toda la noche de colocarse a un nivel que nadie creía posible, algo que cuando se hace es de una manera mucho más tortuosa, a menudo entre pequeñas y grandes capitulaciones. Una de esas noches de "yo estuve allí" cuando pasen los grupos y los años.
“Y le reconozco la valentía a alguien que un día coge y dice: ‘Me voy a dedicar a esto’. Pero un tipo que hace canciones y las canta tiene más mérito. Le pasa lo mismo que a los futbolistas: son profesiones para jóvenes. Pero los futbolistas se retiran, los cantantes no. Hay que subirse a un escenario, hay que saltar, hay que aguantar dos horas, hay que ser joven de actitud. Los viejos rockeros también tienen que serlo en el escenario, comportarse igual que con veinte años, estar delgados y fibrosos, vestirse como cuando eran jóvenes, cantar las mismas letras que escribieron a los veinte años a los mismos chicos y mismas chicas de entonces”.
Lunes
Escucho la mejor definición de las relaciones entre un padre y un hijo. Cuando el padre leyó la novela de su hijo, le gustó tanto que le dijo: "He leído muchísimas novelas peores que la tuya".
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