Llamada a Europa
Los inmigrantes merecen el mismo respeto que los ciudadanos de la UE
Los argumentos esgrimidos por el Gobierno italiano para rechazar buques como el Aquarius o el Lifeline ponen de manifiesto que el endurecimiento de las políticas de inmigración es solo el eufemismo bajo el que se ocultan los viejos demonios del racismo, la xenofobia y la discriminación de las minorías, como los gitanos. Europa no es el único continente donde se está demostrando que el recuerdo de los más trágicos errores del pasado no es un conjuro que evite repetirlos: el trato a las familias que cruzan clandestinamente la frontera sur de Estados Unidos resulta escalofriantemente familiar, con solo cambiar la identidad de quienes lo padecen. Además, a uno y otro lado del Atlántico están regresando al discurso político términos que, referidos a seres humanos, solo se habían escuchado en boca de líderes que condujeron el mundo a la catástrofe mientras prometían demagógicamente salvarlo de minorías desamparadas, convertidas en chivos expiatorios. Hoy más que nunca conviene recordar que esa promesa de salvación y esa catástrofe no fueron variables independientes, sino que obedecían a una lógica de hierro por la que un líder democrático que propone sojuzgar a una minoría en nombre de una mayoría esconde, en realidad, a un caudillo que se dispone a sojuzgar a la mayoría con la excusa de la minoría.
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El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ha demostrado tener la sensibilidad política que ha faltado al presidente del Consejo, Donald Tusk, al convocar la reunión informal sobre inmigración que se celebra hoy a fin de preparar la de jefes de Estado y de Gobierno. La idea tantas veces repetida de que es necesaria una política europea de inmigración no responde a la pregunta decisiva que las instituciones comunes no pueden demorar más tiempo: europea, de acuerdo, ¿pero cuál? Una política que incluya medidas como la construcción de campos de acogida fuera de las fronteras de la Unión, o que derogue para los extranjeros derechos que Europa no se propuso conquistar para sí misma, sino para todos los hombres y mujeres a los que una el deseo de una vida más justa y más benévola, no se distinguirá del certificado de defunción de un proyecto que ha convocado los mejores esfuerzos de un continente durante más de medio siglo. Una Europa así no será sinónimo de libertad y de esperanza, sino de arbitrariedad y supremacía.
La tarea que aguarda a los líderes reunidos hoy en Bruselas, así como a los que lo harán la próxima semana, no es sencilla. Pero lo será menos aún si no comienzan por distinguir situaciones de hombres y mujeres arrancados a la fuerza de sus hogares. Un náufrago es un náufrago, y un refugiado es un refugiado, lo mismo que un inmigrante es un inmigrante, y todos ellos seres humanos a los que Europa, para ser Europa, tiene que tratar con la dignidad y el respeto que dispensa a sus propios ciudadanos. Colocándolos bajo la etiqueta genérica de extranjeros, y haciendo del extranjero una categoría infamante, las venerables leyes del mar están siendo abrogadas y abrogada también la solidaridad que el asilo y el refugio establecen como exigencias de civilización para personas cuya única falta es discrepar de dictaduras o que quieren para ellos y sus familias una existencia en paz. Quienes cruzan ilegalmente las fronteras para trabajar son conscientes de que lo que les espera es una moderna esclavitud. La última ignominia a la que el racismo y la xenofobia quieren arrastrar a Europa es proclamar con la punta de los labios el objetivo democrático de acabar con la esclavitud para, a continuación, desencadenar la implacable persecución de los esclavos.
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