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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando la censura adquiere prestigio

La cuestión en estos tiempos convulsos es hasta dónde puede llegar la defensa de la libertad de expresión

José Andrés Rojo
Los visitantes observan el Teatro del Mundo del artista chino Huang Yong Ping,
Los visitantes observan el Teatro del Mundo del artista chino Huang Yong Ping, VINCENT WEST / REUTERS

Hace un tiempo la libertad de expresión era un bien indiscutible. El consenso era firme y, en general, se estaba en contra de cualquier tipo de censura. Lo importante era proteger el espacio publico, que ahí pudieran batirse con la mayor libertad todas las ideas y posiciones, que fuera la razón la que gobernara el debate y no los sentimientos, y que se impusieran aquellos que hubieran utilizado los mejores argumentos. Entre los intelectuales y los artistas fueron muchos, incluso, los que se propusieron explorar hasta dónde se podía llegar, y forzaron al máximo los límites de lo que podía ser aceptado. Sí, hubo un tiempo en que el consenso sobre la defensa de la libertad de expresión era tan fuerte que se permitieron los mayores desbarres. De alguna manera se entendía que hacerle un hueco a lo más heterodoxo (y molesto y ofensivo) terminaría por favorecer la tolerancia, la convivencia, que ampliaría los horizontes y las posibilidades y recursos de la sociedad entera.

Pero todo eso ha cambiado. Llegó un momento en que hubo sectores que se sintieron indignados ante algunas provocaciones, y que exigieron su legítimo derecho a sentirse ofendidos por el abuso de poder de aquellos que cometían desmanes amparados por la libertad de expresión. Muchas veces fueron grupos minoritarios, más frágiles, o sectores tradicionalmente postergados y marginados, los que se alzaron contra unas reglas de juego tan liberales. “La impotencia de la parte afectada es un elemento fundamental en la génesis de la indignación”, ha escrito J. M. Coetzee en Contra la censura.

Fueron, pues, aquellos que estaban en peores condiciones para combatir, quienes cargaban con un pasado de humillaciones y exclusiones, los que terminaron reclamando con más ahínco mecanismos de censura. De alguna manera ganaron, y hoy en Estados Unidos “hay instituciones de enseñanza que han aprobado prohibiciones sobre ciertas categorías de expresión”, observa Coetzee.

En esas estamos. Hay personas y colectivos que se sienten ofendidos ante la exhibición de algunas obras de arte, por ejemplo, o ante la publicación y defensa de determinadas críticas o posiciones contrarias a lo políticamente correcto. Defienden que existen unas líneas rojas que no deben superarse y reclaman que actúe la censura. Su indignación, su dolor, su rabia son reales. ¿Qué hacer? ¿Hasta dónde puede llegar la defensa de la libertad de expresión?

Es posible que esa sea una de las cuestiones que deban debatirse en estos tiempos tan convulsos. Hace un tiempo existía el consenso de que “cuantas menos restricciones legales se aplicaran a la capacidad de expresarse, mejor: si resultaba que algunas de las formas asumidas por la libre expresión eran desafortunadas, ello era parte del precio de la libertad”, escribe Coetzee.

Ya no hay tal consenso. Quizá por eso haya llegado el momento de volver a defender, con humildad, el uso de los argumentos frente a la fuerza de la indignación. Coetzee: “La ira es una emoción que ahoga el cuestionamiento y el cuestionamiento de uno mismo: en la propia ceguera de la ira ciega identificamos su fragilidad ética”. Tiene razón.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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