Rivera contra Rivera
La ambición y la prisa del líder de Ciudadanos desquician su estrategia política y electoral
Albert Rivera se ha puesto nervioso. O lo ha puesto nervioso el consenso favorable de las encuestas. Incluida la del CIS, cuyo valor institucional redunda en la inercia del sorpasso y precipita la impaciencia del líder de Ciudadanos. Le conviene que Rajoy se desmorone a fuego lento, en una larga pelea de 15 asaltos, pero al mismo tiempo parece urgirle una victoria por la vía del cloroformo, como dicen los revisteros del boxeo en alusión al zarpazo del K.O.
Ha visto la sangre Rivera. Y la experiencia de haberla olido parece haber estimulado un instinto depredador indecorosamente expuesto en el Parlamento. Indecorosamente quiere decir que la prisa por llegar a la Moncloa ha desfigurado las obligaciones del constitucionalismo, ha puesto en entredicho el acuerdo de los Presupuestos y ha explorado un territorio desconocido en la propia ambigüedad de Ciudadanos. No queda claro qué significa dejar de apoyar el 155. Ni qué implicaciones conlleva. Rivera está con el Gobierno y en la oposición a la vez. Pero no siempre mantiene la equidistancia. Un día se levanta conciliador. Otro amanece rupturista.
Depende de la conveniencia, de la temperatura social o de la hipersensibilidad propia. El recurso de Rajoy a la terminología vascuence-viejuna, “aprovechategui”, incendió el orgullo de Rivera, hasta el extremo de improvisar una mascarada infantil que amenazaba el pacto de investidura y proporcionaba al soberanismo una imagen precaria del “bloque” constitucionalista.
La agonía de Rajoy en su propio jugo beneficia la estrategia de combate largo de Rivera, más todavía cuando van a trascender las sentencias de la Gürtel y de la Púnica, pero el líder de Ciudadanos se expone a una insólita rivalidad consigo mismo. Ha colgado en el salón de casa la cabeza de Cifuentes. Y se lo observa ensimismado. No es que Rivera quiera ser presidente. Se diría que quiere serlo ahora, inmediatamente, aun cuando no le conviene precipitar el calendario, implicarse con la izquierda en una extemporánea moción de censura ni embestir a Rajoy cuando el líder popular todavía conserva oxígeno y oficio. Carecería de sentido buscar el golpe de gracia cuando el marianismo ya ha exteriorizado todos los síntomas de un fin de época, de un fin de régimen.
Debería escarmentar a Rivera el combate que Michael Moorer libró contra George Foreman en 1994. Era Moorer el favorito, el joven y el aspirante superdotado. Y era Foreman un púgil fondón de 46 años a quien las apuestas y los kilos lo habían desahuciado. Por su propia decadencia. Porque llevaba tres años sin subirse al cuadrilátero. Y porque la derrota con Alí en Kinshasa veinte años antes se antojaba un trauma irremediable en la aspiración al cinturón.
Moorer cometió el error de subestimar a la montaña. Quiso proponerle un combate feroz y agresivo. Y de tanto buscar el K.O, terminó por agotarse y descubrirse. Fue hermosa la imagen de Foreman de rodillas, dándole las gracias a Dios. Había ganado, pero no tenía fuerzas ni para levantarse. Y arañó las cuerdas hasta conseguirlo. Tendría gracia que Rajoy conservara la imagen en su despacho.
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