Ante el final de la banda terrorista ETA
Confieso que fui cobarde. Asumí desde niña que solo un sector de la sociedad podía decir libremente lo que pensaba, que había temas que era mejor no tratar, que mirando a otro lado se vivía más tranquilo, más seguro, mientras otros luchaban por nosotros. Luchaban y morían por cobardes como yo, que nos mantuvimos callados cuando al vecino Iruretagoiena le pusieron una bomba en el coche, acobardados, pero aliviados, porque no explotó bajo nuestras camas, sino un poco más allá… Confieso que fui cobarde, pero algo menos, cuando me enteré con horror que Ortega Lara había estado encerrado 532 días bajo el suelo que yo pisaba cada día. Confieso que fui cobarde, pero me junté con otros cobardes —y también con muchos valientes— cuando salimos a la desesperada por las calles de Ermua intentando detener la ejecución anunciada de Miguel Ángel Blanco. No llegamos a tiempo en aquella ocasión, pero ETA recibió el mensaje e inició un proceso de desintegración que ha culminado esta semana.
Ahora me siento aliviada, porque mis hijos vivirán sin miedo; confortada, porque al menos una vez se oyó mi voz. Sin embargo, me sigo sintiendo culpable por no haber manifestado mi rechazo mucho tiempo antes.— Esther Alonso. Zarautz (Gipuzkoa).
ETA ha sido derrotada, pero su derrota más profunda ha sido la intelectual. ¿Va a quedar de su conducta algo que tenga algún valor? ¿Matar a una persona por la espalda sin darle tiempo a reaccionar se puede convertir algún día en un modelo de conducta para alcanzar el éxito? Hitler no lo alcanzó, y eso que, en lugar de asesinar uno por uno, lo industrializó con asesinatos masivos, consiguiendo acabar con la vida de seis millones de personas. La mente de un nacionalismo perverso no da para más, menos aún jaleado por gentes cuyas cabezas no parecen haber salido de la selva.— Julián Sanz Pascual. Segovia.
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