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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La corrosión moral y el precio de mentir en política

A diferencia de lo que ocurre en España, en Reino Unido la mentira se paga con el cese o la dimisión inmediata

Milagros Pérez Oliva
Amber Rudd, ministra de Interior que ha dimitido por mentir.
Amber Rudd, ministra de Interior que ha dimitido por mentir. NIKLAS HALLE'N (AFP)

La mentira y el engaño no cotizan igual en todos los sistemas políticos. En el español la verdad está tan devaluada que algunos políticos pueden mentir sin esperar graves consecuencias a diferencia de otros países, donde ser cogido en flagrante engaño es motivo de cese o dimisión inmediata. Lo acabamos de ver en Reino Unido. La ministra de Interior, Amber Rudd, acaba de dimitir por haber mentido. Rudd había negado en sede parlamentaria que tuviera un objetivo concreto de deportaciones de inmigrantes irregulares, pero el diario The Guardianpublicó una carta firmada por ella misma, en la que informaba a la primera ministra Theresa May de que se proponía incrementar las deportaciones en un 10%, hasta 12.800 al año.

Son ya tres los miembros del gabinete de Theresa May los que han renunciado desde noviembre pasado por mentir. Damian Green dimitió como viceprimer ministro por hacer “declaraciones inexactas y engañosas” sobre cierto material pornográfico encontrado en su ordenador de la Cámara de los Comunes en 2008. Y antes, Priti Patel, ministra de Cooperación Internacional, cesó por haber presentado como vacaciones familiares un viaje en el que tuvo un encuentro secreto con altos cargos del Gobierno israelí.

Mentir tiene un precio político en Reino Unido. En España, en cambio, la mentira forma parte de lo que está permitido y hasta justificado en la lucha partidista. Todos sabían que Cristina Cifuentes había mentido sobre su máster y, sin embargo, toda la dirigencia del PP, puesta en pie, se permitió dedicarle una larga ovación retransmitida por televisión a modo de desafío a quienes pedían su dimisión. El aplomo con el que Cifuentes se dirigió a la cámara autonómica negando lo que era una evidencia palmaria está en las antípodas de lo que hemos visto en el Parlamento británico. Pero fue un vídeo ignominioso, filtrado también de forma ignominiosa, y no la mentira, lo que acabó con su carrera.

Cuando la verdad no tiene valor, nada tiene valor. La aceptación de la mentira en política implica un grado de corrosión moral que repercute sobre todo lo demás. Es el cultivo en el que germinan todo tipo de corrupciones, de la más pequeña a la más grande. En todas ellas hay mentira y engaño. Y este comportamiento solo se puede sostener en el tiempo si se hace un ejercicio cínico de la política: yo sé que tú sabes que te estoy engañando, pero confío en que me seguirás votando porque eres de los nuestros.

Los cuatro presidentes del PP en la comunidad de Madrid están “tocados” por la corrupción. Ahora, el partido busca un candidato limpio y parece que le cuesta encontrarlo. Como sostiene la filósofa Victoria Camps, el poder desgasta la virtud y por eso es precisa una vigilancia activa de la ciudadanía. Pero cuando la principal mentira consiste en presentarse como honesto y adalid de la lucha contra la corrupción, entonces lo que se desgasta es la propia democracia, porque a la ciudadanía le cuesta distinguir quién es sincero y quién no. Este comportamiento alimenta la idea de que todo vale en política y que ningún político es fiable, cuando no es cierto: ni todos mienten, ni todos son igual. En la misma cámara en la que Cifuentes exhibía con tremenda osadía el arte de la simulación, hay líderes que han hecho de la decencia una bandera personal y política. Pero entre tanta mentira, cuesta reconocerlos.

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