Catedrales
Los mercaderes del templo hoy son los propios obispos
La semana pasada terminé en San Cristóbal de la Laguna, Tenerife, un viaje de 16 años que me ha llevado por toda España a través de sus catedrales y cuya primera entrega literaria, titulada Las rosas de piedra, publiqué en el 2008. Después de 16 años y de 74 catedrales vistas (todas las que hay actualmente en este país) puedo afirmar con conocimiento de causa que el patrimonio religioso español es ya un enorme museo en el que la religión no tiene cabida salvo de modo testimonial. Más parece que las pocas celebraciones religiosas que en las catedrales tienen lugar buscan un objetivo práctico, como es el de no perder el control de los templos por parte de la Iglesia, que servir a una comunidad que, cada vez más decreciente en número, ha sido expulsada por la propia Iglesia de sus tradicionales lugares de reunión.
En la Edad Media, cuando se construyeron la mayoría de ellas, las catedrales eran el símbolo arquitectónico de las ciudades no sólo en lo religioso sino también en lo militar y civil. La Corona de la Ciudad a la que se refería a comienzos del siglo XX el arquitecto alemán Bruno Taut (Die Stadkrone), quien propugnaba el regreso de la arquitectura a la espiritualidad y la fantasía representadas por las catedrales en tanto que edificios centrales y resplandecientes “de alta y esbelta silueta recortada por un radiante sol naciente” frente al utilitarismo y la monotonía de los barrios construidos por la burguesía de su época, era lo primero que veían los viajeros que se acercaban a una población y lo que les proporcionaba una idea de su riqueza y poder según su altura y número de torres. Un siglo más tarde, a comienzos del XXI, las catedrales han perdido todo su sentido y hoy más parecen naves a la deriva como tantos edificios religiosos (monasterios, conventos, iglesias) despojados de su significación inicial y convertidos en simples museos por los que deambulan escuchando sus audioguías turistas de todas las procedencias salvo de la ciudad en la que se alzan. La falta de personal religioso para atenderlas junto a la necesidad de reparaciones continuas y muy costosas son la justificación de una voracidad recaudatoria por parte de los cabildos que se compadece mal con la consideración de la catedral como ciudad de Dios en la tierra y su condición de lugar de asilo y refugio para todo tipo de personas. En los 16 años que he empleado en recorrer todas las españolas he visto cómo iban cerrándolas y cómo se convertían en edificios vacíos de toda espiritualidad (religiosa o profana, tanto da) sin otro destino que el de generar dinero. Los mercaderes del templo hoy son los propios obispos.
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