Gabriel y la obscenidad de la política
El debate de la prisión revisable, en lugar de suspenderse, se celebra en un ambiente intoxicado, viciado por el electoralismo y las presiones justicieras de la sociedad
No cabe mayor negligencia política que exponer el debate de la prisión permanente revisable al hedor justiciero de la sociedad española en el trauma que ha supuesto la muerte del niño Gabriel. Estaba programado, agendado, se dice ahora, antes de precipitarse el crimen y la psicosis, pero los partidos convocados a la hipotética derogación de la ley bien podrían haber consensuado un aplazamiento, sobre todo para neutralizar la obscenidad que supone amalgamar los intereses electorales con el desasosiego, unas veces legítimo y otras desaforado, de la opinión pública.
Es el contexto oportunista, cuando no carroñero, en el que Rafael Hernando, portavoz del PP en el Congreso, ha recomendado desde un pavoroso cinismo eludir una derogación en caliente. Y quien dice caliente dice ardiente, pues el consejo benefactor del vocero popular sobrevino precisamente en el funeral del niño fallecido, exprimiendo hasta cuanto se pudiera el interés político que reviste el macabro infanticidio y la solución milagrera de la cadena perpetua encubierta.
Es consciente el PP de su deterioro en las encuestas y de su retroceso en la simpatía de la sociedad, pero se antoja escandalosa y populista la estrategia de reconstruir el fervor desde el consenso nacional que implica no ya la prisión permanente revisable, tal como ha sido aprobada, sino los nuevos supuestos que ha prometido incluir el Gobierno al dictado de los casos de mayor consternación ciudadana. La futura ley se “enriquecería” con los pormenores más escabrosos y logísticos de los crímenes mediáticos. Y hasta podría redactarse la nueva legislación en los platós televisivos o en el abrevadero de las redes sociales.
Decepcionan la velocidad y desahogo con que Ciudadanos se ha adherido a prisión revisable después de haberla repudiado y de haberla definido como un ejercicio de demagogia punitiva. Rectifica el partido naranja no desde la conversión o desde los valores, sino desde la calculadora electoral y desde un transformismo indecoroso que sorprende al PSOE, al PNV y a Podemos fuera de juego. El debate los amenaza desde un escarmiento extemporáneo -la sesión parlamentaria aloja en la grada de invitados a las familias más afectadas por los crímenes-, pero también los hace expiar la impaciencia y la improvisación, pues bien podrían haber esperado unos y otros al veredicto del Constitucional sobre la inconstitucionalidad de la prisión permanente revisable.
Hay razones evidentes para el recurso -los deberes de reeducación y reinserción-, pero también conviene preguntarse si los magistrados conservadores del tribunal serán ajenos o no a la presión de la sociedad, a las cartas y declaraciones de los padres sacudidos por la tragedia, a la impopularidad que implicaría rectificar la iniciativa ejemplarizante del Gobierno.
Es una prueba de la insalubridad del debate. Y de la amenaza electoral a la que se arriesga el PSOE especialmente en sus alcaldías y comunidades “hipersensibles”, aunque también impresiona la incongruencia de Podemos en su fervor plebiscitario. Irene Montero planteó someter a referéndum la prisión permanente revisable, pero sus compañeros la constriñeron a rectificar porque resulta que los asuntos de derechos humanos escapan al escrúpulo asambleario. Quiere decirse que Podemos cree en el pueblo para unas cosas y para otras no. Y que la madurez de la ciudadanía no es tal cuando el voto contraindica las propias tesis o los dogmas más arraigados.
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