Recetas contra el fanatismo
No es posible acabar con una idea, aunque sea retorcida, a palos. Es necesaria una respuesta, una alternativa, una creencia atractiva
Nunca he conocido a un fanático con sentido del humor. Nunca he visto a alguien capaz de reírse de sí mismo que se haya convertido en un fanático. (Sarcasmo, mordacidad y lengua viperina sí que tienen algunos fanáticos. Pero no sentido del humor, ni mucho menos capacidad para reírse de sí mismos). El humor implica cierta inflexión que te permite, al menos por un instante, ver cosas viejas con una luz completamente nueva. O verte a ti mismo, al menos por un instante, como te ven los demás. Esa inflexión nos invita a que nos vaciemos de nuestros aires de grandeza y dejemos de darnos importancia. Es más: el humor conlleva por lo general una buena dosis de relativismo, de descenso de las alturas. (A veces, ese descenso se produce precisamente por medio de una exageración manifiesta). Aunque tengas toda la razón, aunque seas maravilloso y puro como la nieve, conviene que aflore de vez en cuando, aunque solo sea por un instante, un pequeño duende, un duendecillo burlón que haga muecas y se ría un poco de toda esa razón que tienes, de la maravillosa pureza, de lo sagrado y lo irrefutable, y rebaje un poco esa desbordante solemnidad y esos aires de grandeza.
Si encontrásemos el modo de comprimir en cápsulas o en píldoras el sentido del humor, y sobre todo la capacidad para reírnos de nosotros mismos, y de distribuir esas cápsulas por todas partes para vacunar a poblaciones enteras contra la epidemia de fanatismo, tal vez mereceríamos recibir el Premio Nobel de Medicina.
Es una enfermedad contagiosa: uno puede enfermar mientras está luchando por curar a otras personas
Pero qué fácil es caer en la trampa: la propia idea de comprimir el sentido del humor en cápsulas y hacer que muchas personas las tomen por su bien, para curarlas, casi raya también el fanatismo: ¿acaso esas cápsulas nuestras no están destinadas en el fondo a cambiar a las personas por su propio bien? Nuestras cápsulas de humor se basan por tanto en el supuesto de que hay alguien que sabe lo que realmente les conviene a las personas, y de que ese alguien tiene la imperiosa obligación de abrirles los ojos a todos, e incluso de abrirles las gargantas para que se tomen la medicina que él les prescribe.
El fanatismo, por tanto, es una enfermedad contagiosa: uno puede enfermar mientras está luchando por curar a otras personas. En el mundo hay bastante fanatismo antifanático: cruzadas para contener la yihad, y yihad para derrotar a los nuevos cruzados. Un ejemplo de ello es ese afán tan popular hoy día en Israel y en Occidente por liquidar de una vez por todas, de golpe y porrazo, a todos esos fanáticos sanguinarios, a ellos y a los que son como ellos. De erradicar para siempre todos los nidos de fanatismo.
Es posible que lo único capaz de detener el fortalecimiento del islamismo radical sea precisamente el islamismo moderado. Al parecer eso también hay que aplicarlo a los extremistas sanguinarios de otras religiones y de otras creencias. Los fanáticos violentos no deben hacernos olvidar que la abrumadora mayoría de los creyentes del mundo, musulmanes y de otras religiones, viven cotidianamente una religiosidad moderada que rechaza la violencia y el asesinato.
Como todas las clases de fanatismo, el islamismo violento no es solo una banda de fanáticos sádicos y sedientos de sangre. Hay una idea de fondo. Una idea amarga y desesperada, una idea retorcida, es cierto. Sin embargo, hay que recordar que casi nunca es posible acabar con una idea, ni siquiera con una idea retorcida, tan solo a palos. Es necesaria una respuesta, una idea alternativa, son necesarias unas creencias más atractivas, unas promesas más convincentes. No me opongo de ninguna manera al uso del palo contra los asesinos. No soy pacifista, no creo en lo de ofrecer la otra mejilla, ni tampoco comparto esa idea tan extendida de que la violencia es el mal absoluto. Desde mi punto de vista, el mal más extremo no es la violencia en sí misma, sino la agresividad. La agresividad es “la madre de toda la violencia”. La violencia es la materialización de la agresividad. Efectivamente, muchas veces hay que contener la agresividad a palos. Lo que pasa es que esos palos deberían ir acompañados de una idea atractiva y convincente. Sin una idea así, los fanáticos, sean del tipo que sean, ocuparán el espacio vacío.
El fanático es una exclamación andante. Es mejor que la lucha contra el fanatismo no se exprese poniendo otra exclamación enfrente. Enfrentarse al fanatismo no significa aniquilar a todos los fanáticos, sino, tal vez, dar un tratamiento preventivo al pequeño fanático que, en mayor o menor medida, se oculta en el alma de muchísimos de nosotros; significa también reírse un poco de nuestras exclamaciones. Y también curiosear e intentar mirar de vez en cuando por la ventana del vecino, pero, sobre todo, mirar la realidad tal y como se ve desde la ventana del vecino, una realidad que necesariamente es distinta a la que se ve a través de tu ventana.
Desde mi punto de vista, el mal más extremo no es la violencia en sí misma, sino la agresividad
El fanático, por su parte, desprecia las “situaciones abiertas”. Puede que el fanático ni siquiera conozca ese tipo de situaciones. Siempre tiene una necesidad imperiosa de saber cuál es “la última palabra”; cuál es la conclusión inevitable; cuándo llegaremos al “cierre del círculo”.
Sin embargo, la historia, incluida la historia personal de cada uno de nosotros, por lo general no es un círculo, sino una línea: es una línea retorcida, es cierto, una línea que retrocede y se curva, que a veces gira y se cruza consigo misma, que a veces dibuja bucles, pero, a pesar de todo, es una línea y no un círculo. La vacuna contra el fanatismo también implica en ocasiones una disposición a vivir en situaciones abiertas que no terminan con un cierre del círculo, con una conclusión inequívoca, o a convivir con interrogantes y alternativas que hacen que esa conclusión quede oculta a lo lejos, más allá de las nieblas del horizonte.
Cuando era pequeño, mi abuela Shlomit me explicó cuál era la diferencia entre un judío y un cristiano:
—Los cristianos —dijo mi abuela— creen que el Mesías ya estuvo aquí, y que algún día volverá a nosotros. Y nosotros, los judíos, creemos que el Mesías aún no ha venido, pero que vendrá algún día. Esta discrepancia —reflexionó mi abuela en voz alta— ha traído al mundo tanto odio y tanta ira, persecución de judíos, Inquisición, pogromos, genocidios. Pero ¿por qué? —se preguntó mi abuela—, ¿por qué sencillamente no nos ponemos todos de acuerdo, judíos y cristianos, en aguardar con paciencia a ver lo que ocurre? Si el Mesías llega un día y dice: “Hace mucho que no nos vemos, me alegro mucho de volver a veros”, los judíos tendrán que reconocer su error. Pero si, al llegar, el Mesías dice: “How do you do? Encantado de conoceros”, el mundo cristiano en su totalidad tendrá que disculparse ante los judíos. Hasta entonces —concluyó mi abuela— hasta la llegada del Mesías, ¿por qué no podemos sencillamente vivir y dejar vivir a los demás?
Lo cierto es que mi abuela Shlomit estaba vacunada al menos contra varios tipos de fanatismo. Ella conocía el secreto de vivir en una situación abierta, y tal vez también conocía la magia que tienen las situaciones abiertas, el placer que se encuentra en la diversidad, y la riqueza que nos está reservada al vivir en vecindad con personas diferentes que tienen creencias diferentes y costumbres completamente distintas.
Extracto de Queridos fanáticos, el nuevo ensayo del escritor israelí Amos Oz que publica la editorial Siruela.
Traducción de Raquel García Lozano.
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