Crisis en pensiones
El Gobierno ha perdido mucho tiempo en la reforma; la presión le ha superado
La presión en la calle de los pensionistas, convocantes de sucesivas manifestaciones contra la minúscula revalorización del 0,25% de las prestaciones, ha conseguido dos logros importantes. El primero, que la Comisión del Pacto de Toledo se avenga a debatir en la reunión del miércoles el cambio en el sistema de revisión de las prestaciones, porque el 0,25% aprobado como máximo en la reforma del sistema en 2013 es un mecanismo seguro para generar pérdida de poder adquisitivo en los pensionistas. El segundo es la convocatoria de un pleno monográfico sobre las pensiones en el Congreso entre el 13 y el 15 de marzo, en el que comparecerá el presidente Rajoy.
La protesta de los pensionistas no es un fenómeno imprevisible; por el contrario, era muy probable desde el momento en que se aprobó la seudorreforma del sistema de pensiones en 2013; ya entonces se explicó que mientras el marco de los precios fuera deflacionista, la congelación efectiva de la revalorización no provocaría quejas, puesto que los pensionistas no perderían poder adquisitivo. Hoy se puede decir que aquella reforma ha fracasado. En primer lugar, por la presión de los pensionistas, un colectivo que presumiblemente reúne muchos votantes potenciales del PP, que han dicho ¡basta! no sólo a la pérdida de poder adquisitivo, sino también a la falta de expectativas de mejora de las pensiones. Pero hay otra razón: la reforma no ha traído estabilidad financiera y tampoco ha conseguido elevar la edad de jubilación (una de las soluciones eficaces para aliviar la presión del gasto).
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Después de tanto tiempo perdido, el problema de las pensiones le ha estallado al Gobierno entre las manos. Quizá ahora sea más difícil de resolver —la presión en la calle no es el mejor entorno para debatir el problema más grave de la economía— pero la responsabilidad recae en los agentes políticos y sociales.
Este Gobierno no entiende la gravedad del problema. No acepta que el poder adquisitivo de una pensión no se puede limitar ni suprimir. El problema no se resuelve con impuestos negativos a los pensionistas, como planea Montoro, porque lo que está en juego es la integridad de la pensión y su futuro. Es falso que la creación de empleo y el aumento del número de ocupados resolverá por sí mismo el estrangulamiento financiero del sistema. El previsible deterioro de las prestaciones no se corregirá con la creación de empleo, porque los nuevos puestos de trabajo son más baratos y precarios; y porque en contra de la financiación correcta opera una fuerza demográfica poderosa, que es el envejecimiento de la población y el aumento progresivo del periodo de prestación de cada nueva hornada de jubilados. Tampoco es cierto que no existan recursos para garantizar el poder adquisitivo; pero, para lograrlos, era necesario haber adoptado ya medidas políticas que el Gobierno no ha querido o no ha podido tomar. Por ejemplo, la eliminación de las tarifas planas de cotización.
Estamos ante un error político de primer orden; lo que pudo hacerse de forma pausada para corregir la crisis de las pensiones habrá que hacerlo ahora deprisa y al batir de los tambores electorales.
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