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Tribuna
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La desnaturalización del Código de 1995

Hay que distinguir entre la expresión de una ideología y la provocación que busca una acción delictiva

Diego López Garrido
Protesta ante el lugar donde Ifema retiró la obra Presos Políticos.
Protesta ante el lugar donde Ifema retiró la obra Presos Políticos.Claudio Alvarez (EL PAÍS)

El Código Penal de 1995 fue llamado el “Código Penal de la Democracia”. Con razón. Sustituyó al Código que rigió durante el franquismo. Junto a la Constitución de 1978 era imprescindible tener la “Constitución en negativo”. Eso es el derecho penal: dice lo que no se puede hacer, con la amenaza de la pena más grave, la prisión.

Uno de los pilares del Código de 1995 era el establecimiento de los límites a la libertad de expresión, o, dicho de otro modo, la protección de ese derecho básico y fundamental sin el cual la democracia y la libre opinión pública no existen.

Los límites de la libertad de expresión se fijan (más exactamente, se fijaban) en el Código Penal de 1995 a través de dos conceptos, o grupos de conceptos: los delitos de injuria y calumnia –que todos los códigos penales tienen-; y la apología del delito, que es exponer “ideas o doctrinas que ensalcen el crimen o enaltezcan a su autor”. La forma de regular la apología del delito es lo que sitúa a un código en el territorio de la libertad de expresión (el de la Constitución en su artículo 20) o en el de la represión de la libre expresión (Ley de Seguridad del Estado de 1941, o la situación de excepción de la ley de Defensa de la República de 1931 a 1933).

No es extraño que, en los debates del Código Penal de la Democracia, tuviese un papel destacado la regulación de la apología del delito. Sucedió el 11 de mayo de 1995 en la Comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados. La recuerdo bien porque tuve el honor de participar en ella como ponente (grupo IU-IC) y transaccionar con el Gobierno socialista el texto final del artículo 18 del Código Penal sobre la apología del delito.

El proyecto inicial del gobierno entendía la apología como posible en todos los delitos previstos en el Código, sin más. El texto definitivo, aprobado en 1995 por el Congreso y el Senado, afortunadamente, limitó la apología solo a los delitos en los que la “provocación” se prevea como posible tipo delictivo y añadió una frase absolutamente esencial, que lo cambió todo: “La apología solo será delictiva como forma de provocación y si por su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito” (el subrayado es mío).

Esta redacción del artículo 18.1 sigue vigente hoy. Pero las reformas realizadas por la Ley Orgánica 1/2015 y la Ley Orgánica 2/2015, fundamentalmente en los artículos 510 y 578 del Código Penal, la han desnaturalizado. Porque, entre otras cosas, han introducido como nuevo delito el enaltecimiento, la incitación o promoción, “directa o indirectamente”, de la discriminación, el odio o la lesión de la dignidad de grupos o de personas, pervirtiendo así el sentido preciso de la apología que sobrevive aún en el artículo 18.1 del Código.

Esa es la base jurídica de las sentencias judiciales que han encendido las alarmas sobre la desprotección de la libertad de expresión en España (casos de los titiriteros, Valtonya, ARCO, Vera, Strawberry o Terrón).

La legislación de 2015 ha hecho olvidar a algunos jueces y tribunales que el enaltecimiento de los delitos o de sus autores sólo es sancionable penalmente si, según afirma el art. 18.1 del Código Penal, “constituye una incitación directa a cometer un delito”.

Si metemos en el mismo saco penalizador cualquier enaltecimiento de un delito o de su autor, genéricamente, habría que echar a la hoguera “grandísimas obras de la literatura universal, todo tipo de expresiones de obras de arte “(Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 11 de mayo de 1995, página 14982). Cada día leemos novelas, o vemos en la televisión o el cine -en la sesión de la Comisión se aludió como ejemplo a la película “Thelma & Louise”- obras que enaltecen a delincuentes o a delitos. Son libre expresión y creación si no incitan de forma directa a cometer un delito poniendo creíblemente en riesgo a una persona o un grupo de personas, y no simplemente originando un peligro abstracto. Sin embargo, especialmente desde 2015 (con el complemento de las infracciones administrativas de la ley 4/2015 de protección de la seguridad ciudadana), asistimos a preocupantes atentados a la libertad de expresión que manchan innecesariamente a la democracia constitucional y al ortodoxo Estado de Derecho español. Innecesariamente, porque nuestro sistema legal posee instrumentos para defender adecuadamente el honor y la dignidad de las personas, a través de los delitos de injurias y calumnias (vía penal) y de la protección (civil) del derecho al honor y la propia imagen (Ley Orgánica 1/1982).

En suma, el nuevo artículo 510 del Código Penal –nacido en 2015- ha entrado en contradicción con el más general y amplio artículo 18 –nacido en 1995-. Quien resulta y seguirá resultando dañada con esta situación es la libertad de expresión, hasta que el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos –o el legislador- lo eviten. Es bastante evidente que hay que volver al Código del 95 y rescatarlo de la perversión perpetrada en 2015.

Habría que tomar el ejemplo del Tribunal Constitucional italiano, que ya en 1970 estableció con firmeza que el Código Penal no puede castigar una conducta que meramente pida una adhesión ideológica, intelectual, a una determinada forma de pensar o actuar. Tal conducta o manifestación pública no es sancionable en un sistema de libertad de expresión.

Siempre hay que distinguir la expresión que va dirigida a ganar una ideología, de la provocación específica que va dirigida a ganar una voluntad de acción delictiva. Esta última es la castigable penalmente. La primera, no.

Diego López Garrido, catedrático de Derecho Constitucional, es autor, junto a Mercedes García Arán, de El Código Penal de 1995 y la voluntad del legislador (Madrid, 1996).

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