Autocensura
El único efecto transcendental de la censura de cualquier tipo sucede en el ánimo, en el espíritu creativo de cualquier artista
La calidad de las intenciones que pongan en marcha el proceso es irrelevante. El infierno está empedrado con las mejores. Un buen día se invocan los sentimientos más elevados, la sensibilidad más progresista, el bien general, para prohibir un acto, para retirar de la circulación un libro, para prohibir la exhibición de una película, para descolgar un cuadro, para cerrar una exposición. La justificación de tales decisiones suele ser grosera, tosca, pero incluso cuando es sublime, los bellos conceptos que la integran resultan irrelevantes, y el respaldo de la opinión pública, por muy democrático que parezca, no tiene ningún valor. El único efecto transcendental de la censura de cualquier tipo sucede en el ánimo, en el espíritu creativo, o como lo quieran llamar, de cualquier artista, escritor, cineasta, que después de asistir a la condena de un creador, se sienta a una mesa ante un papel en blanco y un instrumento para escribir, o para dibujar. En ese momento, se preguntará si tiene vocación de héroe y muy probablemente se responderá que no. Pensará en su familia, en su pareja, en sus hijos, en las facturas de la luz, del gas, de la calefacción, en la letra de la hipoteca que tiene que pagar todos los meses, y comprenderá que tiene mucho que perder, ni más ni menos que cualquier persona sobre la que se proyecta la amenaza de la pérdida de sus ingresos. Y entonces decidirá que no pasa nada si sustituye un nombre propio por dos iniciales, que si pone a Buda en lugar de a Cristo el efecto será el mismo, que puede quitar del guion la escena del policía que mata al manifestante. Y publicará su libro, pintará su cuadro, rodará su película. Ese es el único efecto relevante de la censura. Porque así se destruye la cultura de un país.
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