De Guindos debe dimitir
Tras la pésima gestión de este asunto, el ministro tiene que dejar ya el Gobierno
España debe ostentar un puesto relevante de servicio en la cúpula del Banco Central Europeo (BCE), por su significación en la eurozona; porque se lo ha ganado en su dura recuperación de la recesión; y porque lleva largo tiempo ausente de un foro muy decisivo desde que en 2012 no se garantizó la sucesión del último consejero ejecutivo español.
Ahora es un buen momento para hacer valer el acuerdo implícito de que las cuatro principales economías del euro estén siempre presentes en la comisión ejecutiva. Resulta así de lógica indubitable respaldar la apuesta del Gobierno de presentar la opción a vicepresidente de un candidato potente, Luis de Guindos. Más aún cuando la presencia de españoles en destacados puestos europeos es —en buena parte por inanidad del propio Gobierno— ridícula.
Resulta también de lógica impecable subrayar que, precisamente para dar mayor solidez a esa candidatura, se ha cometido un error mayúsculo no contrarrestando de entrada el flanco más débil del ya aspirante: su procedencia de las filas de la política, cuando se trata de una elección a una institución que tiene a gala —y como imperativo del artículo 7 de sus Estatutos— la independencia respecto de la política y de los Gobiernos. Esta es, además, parte del ADN de todos los bancos centrales contemporáneos dignos de tal nombre.
Para ello, De Guindos debería al menos haber abandonado el ministerio con varios meses de antelación. No basta la promesa retórica de respetar en el futuro la independencia del organismo de Fráncfort. Las promesas creíbles se acompañan de prendas, actuaciones, compromisos personales en garantía de la mejor adecuación de las conductas, como sabe todo banquero.
No solo el candidato no ha cumplimentado ese gesto de cortesía hacia la institución adonde busca encaminarse; tampoco hacia sus críticos, razonablemente temerosos de la politización del BCE. Este no debe convertirse en cementerio ni en refugio de gobernantes nacionales.
El anuncio de que se mantendrá como ministro hasta su (probable) elección resulta así de indudable desafío e inaceptable altanería. Baje ya el ministro a la arena de la prudencia y renuncie a su actual cargo, antes de que su elección se troque en más divisiva que integradora.
Y hágalo también en beneficio del prestigio de la cartera de Economía del Gobierno de España. No es esa una responsabilidad de segunda categoría, ni por defecto de otra, ni premio de consolación por si la operación fracasa. Si los europeos se merecen banqueros centrales no partidistas, los españoles merecen gobernantes que honren su responsabilidad y no mercadeen con sus poltronas en cálculos tacticistas.
Las sombras de una candidatura que pese a todos esos déficits apoyamos, por sentido de responsabilidad español y europeo, se multiplican por la penosa gestación de la misma. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, fracasó en dotarla de solidez antes de empezar; fue incapaz de preverla; de prepararla; siquiera de anunciarla personalmente, y de suscitar el tradicional consenso con los principales partidos, sobre todo con los que más le flanquean en grandes decisiones de la gobernabilidad.
De parecida forma, la dirección del actual PSOE ni siquiera propuso nombres, y esperó a formular sus plausibles criterios (experiencia en política monetaria, prioridad de género) a pocas horas antes de finalizar el plazo de presentación: plazo ya inhábil.
Con este cúmulo de errores, la candidatura española a la vicepresidencia del BCE queda fiada al peso de España y a las contrapartidas de las negociaciones de salón. Mejor que nada, pero peor que casi todo.
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