Harto del resentimiento en Twitter
Tiene más importancia ahora un exabrupto que un pensamiento
Es una interesante plaza pública Twitter si sabes sortear los excrementos o los vómitos. Los hay en abundancia. Y seguramente todos los usuarios, incluido éste, somos culpables de ese clima de crispación que ocurre en esa red social y que persiste en otros lados del mismo sector digital en el que se ejecuta a personas desde púlpitos muchas veces no identificados.
En las últimas semanas algunos que fueron tuiteros, de una u otra dimensión, han explicado por qué se alejan de la famosa línea de batalla en que se ha constituido Twitter. Decía muy bien aquí este último sábado Julio Llamazares que convertir en noticia semejante abandono alcanza un ruido que no sería tan notorio si la información fuera que tal o cual escritor dejaba la pluma o el ordenador. Tiene razón el autor de La lluvia amarilla. Pero así están las cosas: tiene más importancia ahora un exabrupto que un pensamiento, un insulto se eleva a la categoría de idea y el sosiego de hablar se ha convertido, también, en una antigualla.
Lo que le ha pasado a la sociedad es lo que se denuncia en La disputa, sobre la riña que vivieron Rousseau y Voltaire en torno a los sentimientos (desaforados) y la razón. [La obra se puede ver en el María Guerrero y la interpretación de Josep Maria Flotats y de Pere Ponce es también una lección]. Es imposible razonar frente a los sentimientos, porque quienes exhiben estos consideran que ante sus argumentos no hay razón que valga más. Y en Twitter los sentimientos se usan descarnadamente para invalidar las posibles razones ajenas. En función de esa distorsión de la diatriba, personas que seguramente cuentan con una enorme carga de cultura dejan ésta a un lado y estiman pertinente llegar al insulto para descalificar al otro. Y esa es la frontera de toda disputa.
En los últimos meses este estado decrépito de la conversación nacional ha inundado Twitter. Y como ciudadano y periodista que soy he intervenido, con buena o mala fortuna, buscando en lo que leo en la red elementos que puedan tomarse como ejes de una conversación diferente. Confieso que es tortuoso y también insoportable el intento. Una reciente disputa por los insultos que un sedicente filósofo catalán lanzó contra mi compañero Lluís Bassets, y que tuvieron consecuencias judiciales graves para el insultador, me condujeron a hablar del asunto como ejemplo lastimoso de este instante mayor de la penuria del habla común periodística en esta zona del rifirrafe. Recibí, a mi vez, insultos, entre los cuales me sorprendieron algunos aunque ya sean habituales: pertenezco a una generación que dejó morir a Franco en la cama. Eso me dijeron. Una parte de esa diatriba sorprendente se la llevó una joven tuitera que me pidió que me alejara de su zona porque mis palabras ensuciaban su time line.
Ese tipo de reacciones ya son habituales: quien insulta es defendido, y no sólo por sí mismo; se unen a la defensa del insultador, incluso, compañeros de oficio que saben hasta qué punto previenen los libros de estilo, y los jueces, contra el usufructo hediondo de las palabras como puños. En aquella ocasión, cuando la joven tuitera me pidió que me alejara de su time line, me quedé pensando un rato sobre el estado de nuestra enfermedad común, la exacerbación del odio. La exacerbación del odio, la exaltación del resentimiento. Y me vino a la memoria la frase que más amo de Albert Camus: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”.
Y esas de Camus fueron las últimas palabras que he puesto en Twitter. Seguiré ahí, leeré lo que estime oportuno leer, haré circular lo que me resulte interesante divulgar, o retuitear, pero ya no soporto tanta exhibición del resentimiento, tanto odio, tanta suciedad y tanta inconveniencia como se encierra en el insulto común que estamos viviendo.
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