Esta es la cara que se te queda si estás 24 horas seguidas viendo teatro
El cineasta y escritor Javier Giner comparte su desgaste físico y mental como espectador de la obra ‘Monte Olimpo’ en Madrid. Una experiencia “inolvidable y catártica”
Hay espectáculos que te persiguen de una extraña forma que no entiendes. A mí me pasó con Monte Olimpo. Leí acerca de ella hace mucho, cuando Rocío García la vió en Amberes. Desde entonces, me obsesioné. ¿Mejor plan que ver teatro/performance sobre la tragedia griega durante 24h ininterrumpidas de representación? ¿Gente follando en escena? ¿Un fistfucking? ¿Un monumento a la resistencia? ¿Espectadores durmiendo en salas contiguas? Eso estimula a cualquiera. Si ese cualquiera soy yo, claro. Catarsis es mi tercer apellido.
Y llegó el día, excitado desde primera hora. No conseguí concentrarme en nada. Vagaba por la casa en estado de semivigilia, pensando que debía economizar energías porque me esperaba una maratón de teatro. ¿Qué llevo? ¿Qué me pongo? ¿Qué como? Así que llego al teatro con una mochila con muda de ropa, cepillo de dientes, ibuprofeno, benzodiacepinas, una almohada cervical, la cartera y el cargador del móvil. En la entrada me encuentro con todo el mundo. Y cuando digo todo el mundo es todo el mundo: Pedro Almodóvar, Israel Elejalde, Luis Luque, Irene Escolar, Nathalie Poza, Aina Clotet (se vino desde Barcelona), Marcel Borràs, Oriol Plà, Susi Sánchez, María Velasco, Consuelo Trujillo, Antonio Rojano, Elisabet Gelabert, Ricardo Gómez, Martiño Rivas, Alberto Velasco, Berta Vázquez, Alicia Rubio...
Yo explico que vengo decidido a aguantar las 24h, porque si era capaz de hacerlo para ligar a los 20, a los 40 tengo que ser capaz de hacerlo por el teatro. Además soy de Bilbao. Nos entrevistan de la televisión como a un ejército de freaks y viciosos. Muchos medios se han encargado de resaltar el aspecto sexual de la representación, así que les debemos parecer una manada de guarrillos fetichistas y pecadores. Quieren hacer un antes y un después en plan “mira qué guapos vais y mira qué despojo parecéis a la salida”. Me resulta extraño la gente que ha venido perfectamente maquillada ya que auguro que a las diez de la mañana vamos a parecer muertos vivientes. Pero la extrañeza no es juicio, porque no seré yo quien se oponga a un buen maquillaje.
Me llaman de la SER y me piden entrar en directo por la mañana a las 12.30 para contar la experiencia. Yo, súper feliz, les digo que sí (a lo largo de la noche me arrepentiré de haberlo hecho al no saber si voy a llegar vivo a esa hora). Dentro, la gente de Canal (un aplauso para el equipo, vaya entrega, organización, educación y simpatía) nos explica las normas y nos entregan un guión de todo el espectáculo dividido por capítulos y piezas. Hay dos salas habilitadas con colchonetas para dormir, llevamos una pulsera que nos permite entrar y salir del teatro cuando queramos, la cafetería está abierta 24h, hay sofás y sillas por todo el recinto. Vamos, que el teatro va a ser nuestra casa por un día.
PRIMER BAJONAZO
“Decido documentar lo que me va pasando. No lo que estoy viendo, sino mis arrugas, a mis ojos, a mi pelo. Quiero hacer un informe fotográfico del cansancio”
Las entradas son de arriba, de anfiteatro, lo que viene siendo en las chimbambas. Explico a Alberto y Clara -con los que voy- que a la mínima de cambio nos pasamos abajo, a butacas. 24 horas viendo la función con prismáticos se me antoja insoportable. En Europa cuando entras y sales, pierdes el derecho de tu butaca. Aquí cada uno se tiene que quedar sentado en la suya. Ya os podéis imaginar que tras tres horas de representación eso no ocurrió ni de lejos y que vi Mount Olympus desde quince butacas distintas en distintos lugares del patio.
Viernes 19.00h. Comienza el espectáculo y la gente recibe a dos actores (los oráculos) con vítores y gritos. Sabemos que lo que estamos a punto de vivir es algo tan especial que la única forma de demostrárselo a la compañía que se va a dejar la piel es aplaudiéndoles como locos. Es el único regalo que tenemos para ellos a estas alturas. “Estamos con vosotros, nosotros también queremos formar parte de vuestro olimpo, os vamos a acompañar, no vamos a dejar que desfallezcáis, gracias, joder, gracias”. Y empezamos. A los dos minutos, dos actores tienen la cara metida en el culo de otros dos y les soplan diálogos, que los que tienen la boca libre interpretan. Es el momento (en foto) que yo había colgado en mi Instagram un día antes dos veces y que me censuraron (gracias Instagram). Se suceden varias escenas apabullantes (el perreo de comienzo, la canción de guerra para saltar a la comba, el monólogo de Eteocles, el lavado de corazón). La tragedia griega cobra un nuevo significado (mucho más actual, doloroso, desafiante) en manos de Fabre. Es verdaderamente visceral, eléctrica, simple, visualmente preciosa.
Viernes 21.30h. Salimos de la sala a tomar un café y fumar un piti. Decido, no sé por qué, comenzar a documentar mi cara en mi Instagram, narrando en tiempo real lo que me va pasando. No lo que estoy viendo, sino lo que me pasa a mí, a mis arrugas, a mis ojos, a mi pelo. Quiero hacer un informe fotográfico del cansancio. Siendo una red social saturada de belleza, cuerpos normativos y falta de ojera con encuadre y filtros perfectos, me hace mucha gracia usarla para lo contrario y enseñar la decrepitud y la angustia del cuerpo y el tiempo. Como todo lo que nos está ocurriendo a los que estamos en Canal, también forma parte del espectáculo.
Volvemos dentro pero esta vez ya nos metemos abajo. Buscamos sitios libres y allí nos sentamos. Se comienzan a ver calvas en el patio de butacas (no de alopecia, sino de sitios libres). La gente entra y sale sin pudor, con alegría incluso. Y es maravilloso verlo. Llega el monólogo de Dioniso y nos quedamos pegados a la butaca, por la fuerza de ese actor juguetón y con sobrepeso. Una maravilla. Y pronto, a la hora o así, llega uno de los momentos cumbres: el sirtaki de los penes bailongos. Si podéis (y está) buscadlo en Youtube. Justo al terminar llega una señora y se apodera de nuestros (en realidad son suyos) asientos. Nos salimos pero me asalta la idea de que es un poco extraño eximir la “propiedad de un asiento” cuando todo lo que ocurre a nuestro alrededor es un canto a la libertad, la locura y el desenfreno. En mi cabeza no casan ambas ideas. Pero como vivimos en sociedad, nos salimos a cenar y dejamos a la señora con sus asientos.
Viernes 00.55h. En la cafetería todos comiendo sándwiches, fumando, cotorreando sin parar extasiados. Llevo tres cafés y dos coca colas y no me pongo a bailar porque aún conservo la vergüenza. Me encuentro con Irene Escolar y el grupo de Barcelona (Aina Clotet, Marcel Borrás y Oriol Plà). Sonreímos mucho. José Luis Romo me explica que el famoso fistfucking a Hércules llega a eso de las 6.30h y me cuenta algunos de los hitos que nos quedan por ver. No puedo esperar.
Estoy tan feliz de estar aquí que me apetece acostarme con todo el mundo que veo. Además tengo el pelo genial y la ropa súper limpia. Nada puede salir mal. Veo a María Velasco acodada en la barra y corro a besarle (no la veía desde nuestro estreno de Fuga de Cuerpos). En una mesa están Alberto Velasco, Sara y algunos amigos y para allí que me voy. Necesito cargar el móvil. Hablamos y nos meamos de risa. Comienza a notarse el poder de compartir experiencia, todos cercanos y dicharacheros. Nathalie Poza me propone que hagamos algo así. ¡Hagámoslo! Hay gente que se va a dormir a casa (para volver al día siguiente), lo que hace que la comunión entre los que nos quedamos tenga aún más fuerza. Volvemos a entrar, abajo, y buscamos sitios libres.
Viernes 3.00h. Salimos, justo después de ver el lavado de los hígados y las “montañas de carne, bosque de huesos” de Dioniso. Ha sido una preciosidad. Los actores duermen (la primera hora de sueño) o hacen que duermen en sacos de dormir sobre el escenario. Yo aprovecho para tomarme otro café y comerme un brownie. Llega el momento de la primera confesión: andamos como pollos sin cabeza por el teatro. Yo he comenzado ya a vagar y la cabeza me comienza a hacer jugarretas. Me apetece sentarme donde sea, tumbarme un rato. El cansancio se asoma tímidamente. Pero me recompongo enseguida y pienso que estoy aquí para aprovechar la experiencia completa. Y que probablemente esto lo vaya a hacer una vez en la vida y merece todo mi esfuerzo. Así que me siento en el suelo, junto a la entrada y pongo el móvil a cargar. Voy a poder con esto.
Viernes 5.30h. Salgo a fumar. En el interior comienza a no diferenciarse lo que ves. He intentado cerrar los ojos en el asiento, pero no he cogido postura, así que todavía no he dormido. He visto varias escenas oníricas tan delicadas y bonitas que aún las recuerdo 24 horas más tarde. El monólogo de Fedra también ha estado a la altura de las circunstancias. Creo que ya hemos vivido a estas alturas el primer sueño húmedo y la primera bacanal sexual con los arbustos pero lo cierto es que no lo sé, porque ya se mezclan las cosas en mi cabeza. En la cafetería Luis Luque me da un poco de chocolate que traía en la mochila y eso hace que reviva de nuevo. Entro al teatro con todas las ganas posibles. Antes, Alberto nos graba un video para Instagram replicando una de las coreografías de guerra. Afuera sigue oscuro, pero se atisban las primeras luces de madrugada.
Viernes 8.50h. Estas últimas horas han sido verdaderamente complicadas. No tengo registro del tiempo, no sé muy bien dónde me encuentro ni con quién hablo. Te cruzas con gente que no sabes quién es y compartes una mirada, tres palabras de ánimo. Estoy muy cansado. No sé dónde tumbarme. Me siento atrapado, por mi cuerpo, mi cabeza, mi necesidad de dormir, mis emociones desbocadas. Ahora ya llevo 24 horas despierto (si contamos con que amanecí el viernes a las 8) y lo noto. Es un estado casi fantasmal, onírico.
“La ansiedad me agarrota el cuello y los músculos. Intento concentrarme en que esto va a terminar. Pienso en sentarme en un sofá y meditar. Lo que sea con tal de sacarme de encima esta sensación tan desagradable”
La mente me va lenta, no puedo casi hablar o lo que digo no tiene mucho sentido o no me interesa. La electricidad del momento inicial ha desaparecido por completo. Ahora se siente una especie de necesidad de supervivencia, de atravesar este valle. De manera sorprendente, pienso sin parar en el libro de Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr en el que el autor narra su experiencia con la escritura y los maratones. No se lo digo a nadie, temiendo que me tomen por loco. Voy a una de las habitaciones para dormir, aprovechando que había otra “hora del sueño” y me tumbo en una colchoneta. La habitación está llena de gente durmiendo pero los ronquidos hacen que no pueda descansar. Vuelvo a la cafetería y me tomo un café y un donut. Estoy sufriendo, no sé describirlo de otra manera.
Sábado 9.00h. Se me hace cuesta arriba y la mente no para de repetirme: “vete a casa, vete a casa”. Pero me niego. Les digo a Alberto y a Clara que necesito aire, así que salimos del teatro y nos vamos a un Nevada justo en la esquina. Allí me tomo otro café y me encuentro con el “grupo Barcelona” que están también desayunando. Parecemos colgados que salen de un after, pero sin sustancias. Tenemos las mismas caras del reenganche, la misma ropa llamativa para estas horas, los mismos pasos nerviosos. Siento la misma culpa pegajosa de estar despierto en un pasote. Me siento enajenado.
En la calle ya hay luz, una mañana fría y algo desangelada. Pienso en la gente que está durmiendo en sus casas, que vi anoche y me recrimino no haberlo hecho yo. Volvemos al teatro. Aún nos quedan casi diez horas. La ansiedad me ha agarrotado el cuello y los músculos. Intento concentrarme en entender que esto va a terminar, que solo es cuestión de tiempo. Incluso pienso en sentarme en un sofá y meditar. Lo que sea con tal de sacarme de encima esta sensación tan desagradable. Me siento muy vulnerable y estoy en público. Tengo miedo de que alguna emoción se me vaya a despertar y no ser responsable de lo que sienta. Por cierto, ya hemos visto el famoso fistfucking. Mucho lubricante, un hilillo de sangre, mientras Hércules monologa. La entrega en la actuación es esto. No he visto una entrega tan física, tan humana, jamás.
“Parecemos colgados que salen de un after, pero sin sustancias. Las mismas caras de renganche, la misma ropa llamativa para estas horas, los mismos pasos nerviosos. Siento la misma culpa pegajosa. Me siento enajenado”
Sábado 11.30h. Voy al baño a orinar y me saco una foto. Me sorprende mi aspecto en el reflejo. Parezco un estropajo pero me da igual. Me ha comenzado a dar igual todo. Ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que algo interno comenzó a desplazarse en aquel momento. En el teatro no me di cuenta, allí solo sentía y -al volver de la hora de sueño- rompí a llorar a borbotones mientras los actores ponían en pie la ‘Taranta con sacos de dormir’ (de nuevo, si podéis verla en Youtube, al lío). Creo que fue el cansancio, la euforia, algo innombrable que se apoderó de mí, el sonido de los tambores y los cuerpos convulsionando. Algo se rompió en mi interior y salió en forma de llanto silencioso, infantil, necesitado. Sentí, literalmente, un nudo desatarse. Una liberación. Tras él, me he sentido mucho más poderoso. Vimos también una de las piezas más angustiosas, dolorosas y delicadas del espectáculo Manège de Clitemnestra e Ifigenia alrededor de Agamenón. Sentí verdadera angustia. Me hubiese gustado levantarme, subirme al escenario y abrazar a las dos bailarinas. No las voy a olvidar jamás. La separación entre escenario y patio de butacas desapareció en algún momento de la madrugada. Siento que habito un mundo, no que estoy en el teatro como espectador. Nunca había sentido tal nivel de identificación con unos intérpretes.
Sábado 13.30h. Durante la función reconozco motivos y repeticiones que me hacen sonreír. Estoy descubriendo la belleza en el silencio, los colores y el movimiento lento y delicado de los actores. Mis sentidos están más que despiertos, pero no son claros. Es una sensación alucinatoria, muy estimulante. Vuelvo a la cafetería. Puedes descubrir sin problemas quiénes llevamos todo el tiempo en el teatro y quiénes acaban de volver de sus casas. Me duele todo pero es un dolor emocional. Entro en directo en la SER a comentar la función y le pido a Alberto que esté cerca porque no me fío de lo que digo. Mi mente está llena de neblina y no consigo pensar ni expresarme con claridad. Quedan un poco más de seis horas de espectáculo. Se ha puesto a llover.
Sábado 15.30h. Tras la Danza Vogue con María Callas (de nuevo, id a Youtube) salgo a cargar el móvil. Estoy fenomenal, vuelvo a estar lleno de energía, pero es casi maníaca. Siento que se acerca el éxtasis. En algún momento, mi cuerpo y mi mente han desconectado y ahora solo hay energía e ímpetu. Ya no hay dolor ni cansancio. Solo entrega y disfrute. Aplaudo y grito a la mínima de cambio y sonrío mucho más. Ha desaparecido la noche. Quiero comerme el mundo. Decido que ya no salgo más, que voy a ver el resto sin descanso, en un in crescendo monstruoso que me lleve a donde Jan Fabre quiere que estemos emocional, física y psíquicamente. Se lo debo a él, a la compañía y a mí mismo.
Sábado 19.30h. Lo he conseguido. He vivido el Monte Olimpo sin dormir. La última hora de función no la voy a olvidar mientras respire. Nunca me he sentido tan vivo en un teatro, tan en comunión, tan entregado. He gritado, me he arrancado el jersey, he bailado, he aullado, he llorado. El twerk final ha sido lo más apoteósico que he vivido jamás sobre las tablas. Vaya traca. Los aplausos y gritos son interminables. Estamos literalmente poseídos. No queremos que termine. Cantamos, bailamos, nos reconocemos. Esto es la catarsis. Ahora en la salida, todos nos abrazamos, hay mucho cariño, verdad y alegría en las sonrisas. Nos sentimos unidos, transformados, extáticos. Cojo un taxi hacia casa. Lloro en silencio, con tranquilidad. El taxista me pregunta si me encuentro bien. Yo le contesto, con todo el aplomo, que sí, que estoy fenomenal.
Sábado 21.00h. Mi casa tan conocida, me resulta distinta. Me pongo Frozen (no sé por qué) y me tumbo en el sofá con el perro. Algo ha cambiado. No sé lo que es.
Domingo. Me he despertado, con mi perro, después de dormir quince horas, y sigo habitando Monte Olimpo. No consigo hablar de otra cosa. No consigo pensar en nada más. Desearía volver allí. ¿Cómo explico lo que he vivido, lo que he sentido, lo que he visto? No lo tengo claro. No sé describirlo. Es algo interno, intenso, brutal, atávico. Me siento distinto, como si hubiese atravesado un túnel y hubiese salido transformado. ¿Pero cómo describes esto sin parecer un imbécil? ¿Cómo narras la experiencia simple, directa, visceral, sin parecer un elitista cultural de morro fino? Tengo la cabeza y el cuerpo llenos de imágenes y sensaciones y tengo ganas de vivir y enloquecer.
Quiero reír y llorar y bailar y follar y comerme la vida a bocados. ¿Cómo cuentas que echas de menos a gente que no conoces, viéndoles entregarse sin medida sobre las tablas, sin parecer que has perdido la cabeza? ¿Cómo te sacas de la cabeza las últimas palabras que se escuchan en Monte Olimpo: “Recupera el poder. Disfruta de tu propia tragedia. Respira, solo respira. E imagínate algo nuevo”? ¿Cómo se explica el éxtasis? ¿Con qué cara dices que hoy te sientes mucho más unido a la gente con la que compartiste 24 horas en el teatro, por haberlo vivido junto a ellos, sin resultar psicótico?
Puedes tirar de diccionario y usar inolvidable, transformador, catártico, epopéyico… Hay palabras, adjetivos, pero jamás sustituirán a la experiencia. Porque Monte Olimpo no puede explicarse. Solo se puede vivir.
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