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Mía, la puerta prohibida y el carbón de Reyes

La gata del autor explora todos los rincones de la casa familiar durante las Navidades. Todos, menos la cocina

Mía esperando para abrir sus regalos en la mañana de Reyes.
Mía esperando para abrir sus regalos en la mañana de Reyes.
Pedro Zuazua

Mía tiene ya casi dos años y le hace menos gracia viajar que cuando era un bebé. Como a todos los padres del mundo, me da pena que se haga mayor, pero es lo que hay. Me costó Dios y ayuda meterla en el transportín antes de salir para Oviedo a pasar la Navidad. Mantuvo todo el trayecto una curiosa cara de enfado y, al llegar a casa de mi madre, no quería salir. Para rematar la faena, me había olvidado el Felliway, así que aquella primera noche la terminó la pobre haciéndose pis en el suelo.

Si son lectores del blog, recordarán que la persona que trabaja en casa de mi madre es alérgica a los gatos. Antes de ir, tuve que negociar con mi progenitora una especie de entente cordial a partir del cual Mía no podría entrar en la cocina. Pero claro, no hay cosa que más le pueda gustar a un gato que le prohíban ir a algún sitio. Y más si ese sitio está tras una puerta cerrada. Estaba a punto de comenzar el ataque de mi gata a “la puerta prohibida”.

Al principio se lo tomó con cierta naturalidad. Ella veía que la puerta se cerraba siempre detrás de cada persona, pero como era un entrar y salir constante, tampoco parecía importarle mucho. Pero, ay amigos, llegaba la hora de la comida y de la cena y entonces, ya sí, aquello no se podía tolerar. Yo oía perfectamente cómo maullaba al otro lado y cómo rascaba la puerta con sus zarpas. Si me acercaba, se subía sobre las patas traseras y se asomaba al cristal de la puerta poniendo un poco de cara del gato de Shrek, con ojos de "¿de verdad me vas a dejar aquí fuera?". No sé qué pensaba que estábamos hablando, pero juro que no la estábamos criticando y que los temas tampoco eran tan interesantes como podía parecer desde el otro lado de la puerta.

Como tengo una madre de 77 años que es muy moderna, se fue a pasar, como la mayor parte de los hípsters de Europa, la Nochevieja a Lisboa con dos de sus hermanas (Marinieves y Chelo) y una prima (Marichu). Antes de irme, y a modo de Santo Grial, me legó una orden: "Que Mía no entre en la cocina". Prometo que intenté cumplir, pero la gata fue más lista que yo. Eso sí, le llevó varios días.

Al principio, como soy un blando, Mía daba por hecho que sin la jefa de la casa aquello sería coser y cantar (actividades que, por otro lado, me parecen bastante complicadas, pero eso es otra historia). Como dice el dicho: cuando el gato se va, los ratones se ponen contentos (mi madre sería el gato y Mía el ratón, por si no lo habían pillado). Mía lo intentaba sin disimulo alguno. Se ponía junto a la puerta y, tan pronto como se abría, intentaba colarse. Al ver que no funcionaba, comenzó a esconderse detrás de una cómoda. Esperaba a ver si te olvidabas de cerrar la puerta. Pero tampoco. Utilizó entonces la más sutil de las artimañas: hacía como que le daba igual la puerta, y se paseaba por allí como si nada. Solo le faltaba silbar. No tuvo suerte. Y ya por fin recurrió a su última bala, que me impresionó bastante, la verdad.

¿Recuerdan el juego aquel en el que alguien se pone a contar con los ojos cerrados y el resto de participantes avanzan hasta que los abre de nuevo y todo el mundo tiene que quedarse parado y el que se mueve pierde? Pues Mía se dedicó los últimos días de vacaciones a jugar a eso. Al final, como es más lista que un rayo, consiguió entrar alguna vez, pero tampoco le gustó mucho lo que encontró. Fue buena gestión de las expectativas por parte de la familia Zuazua.

Mía, con cara de pocos amigos, y sus regalos de Reyes, entre los que está el carbón.
Mía, con cara de pocos amigos, y sus regalos de Reyes, entre los que está el carbón.

Pero claro, Mía es un gato, y los gatos las lían. De todos los colores. En cualquier momento. En cuanto mi madre se fue de viaje, se hizo con su sillón. Fue automático. No había salido todavía por la puerta y ya estaba allí repantingada. Hasta ese día, en una clara pelea de gatas, Mía se había tumbado sobre la parte superior, dando lugar a una cómica escena en la que tocaba el pelo de mi madre, que acababa de llegar de la peluquería, de forma repetida. Si lo emitieran, sería el típico vídeo en el que ponen un efecto sonoro con cada zarpazo.

Después volvió a obsesionarse con el bonsái de mi difunto padre. No sé qué le pasa a esta gata con esa planta, pero es verla y ponerse a morder sus ramas. Como se lo quitamos, fue a por el resto de plantas. Después de un buen rato mordiendo de todo, me di cuenta de que tenía el comedero vacío.

Otro día comenzó a jugar con las cortinas del salón. En un momento de su aventura, se lanzó a lo Tarzán, quedando suspendida en el aire. No sabía si trepar o bajar, y me miraba con cara de “¿qué hago?”. El resultado fue un buen desgarro en la cortina. (Perdón, mamá).

A la mañana siguiente se centró en un armario que está lleno de papeles. No me pregunten cómo, pero consiguió abrirlo ¡a base de empujar la puerta hacia dentro! ¡que el armario se abre hacia afuera! Allí hurgó entre todos los documentos que quiso y durmió siestas, pero estaba claro que no era suficiente. Se encaprichó entonces con otro armario. Tras conseguir abrirlo, se encontró con varios cajones cerrados, y ahí ya no supo qué hacer. Porque si lo piensan bien, tampoco tiene mucho sentido una puerta de armario que dé a unos cajones.

Es lógico que los Reyes le trajeran, además de un pequeño rascador, un saco de carbón

Cuando me echaba a ver la tele en el sofá, ella venía y se acurrucaba junto a mis pies, pero echaba el culo para atrás, de tal manera que mi única opción era ponerme de lado o dejarla en medio de mis piernas. No había forma de que me dejara ponerme a mis anchas. Al final, tuve que ponerme de lado. Ella también estaba incómoda, porque se le notaba, pero había ganado la batalla. Y con eso le valía.

Una noche, al volver a casa, me encontré trozos de plástico azul por el suelo. Eran los restos de mi gorro de piscina. Mía lo había sacado de la mochila. Me dejó claro que los prefiere de tela.

El día de Reyes, ya con mi madre de vuelta, escuché un grito: "¡Ay, ay, ay!". Pensé que le estaba dando algo a alguien. Pero no. Era mi madre que estaba viendo cómo Mía se paseaba por la mesa del desayuno que con tanto cariño había preparado.

La verdad es que con todo esto es bastante lógico que los Reyes Magos le trajeran, además de un pequeño rascador en forma de pez, un saco de carbón. Eso sí, a Mía no le hizo ninguna gracia. Pero ni pizca, ¿eh? Se pasó el día con la misma cara de cabreo que tenía en el viaje. Nadie la había avisado de que los Reyes la estaban vigilando. Veréis la que les espera el próximo año.

Cualquier lugar es bueno para echarse una siesta en buena compañía.
Cualquier lugar es bueno para echarse una siesta en buena compañía.

Sobre la firma

Pedro Zuazua
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, máster en Periodismo por la UAM-EL PAÍS y en Recursos Humanos por el IE. En EL PAÍS, pasó por Deportes, Madrid y EL PAÍS SEMANAL. En la actualidad, es director de comunicación del periódico. Fue consejero del Real Oviedo. Es autor del libro En mi casa no entra un gato.

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