La autodeterminación sin argumentos
La demanda de independencia no plantea problemas en nuestro ordenamiento, pero sí un referéndum dirigido a quien no es el titular del poder del Estado, el pueblo español. Defender el llamado derecho a decidir es un error imperdonable
En el argumentario del independentismo, la referencia al referéndum no puede faltar. Los que demandan la celebración de un referéndum de independencia en Cataluña son hasta el 80% del electorado, tratándose por tanto de una solicitud que no puede desoírse, se dice, pues es reclamada tanto por los secesionistas como por quienes no lo son. Este sector del electorado votaría no en un hipotético referéndum, pero exige que se le dé la oportunidad de hacerlo, pues el derecho de decidir, o autodeterminación, es inoponible desde un punto de vista democrático. Sin embargo, esta amalgama soberanista, de la que saca buenos réditos el secesionismo, no está justificada, pues los títulos de la independencia y de la autodeterminación son bien diferentes.
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En efecto, cabe distinguir entre la demanda de la independencia de una parte del territorio nacional, que es plenamente legítima, y que está reconocida en nuestro ordenamiento jurídico; y la exigencia de que se celebre un referéndum de autodeterminación al respecto. Tal consulta no deja de ser un medio para la consecución de la independencia, cuya idoneidad ya no se impone en el plano de la razón o de la justicia, sino que depende de las oportunidades que al respecto ofrezca el ordenamiento jurídico.
Si comenzamos por ocuparnos de la independencia, y atendemos a la legitimidad de su reclamación, nada habría de oponerse por principio. Diríamos que las naciones no son datos inmodificables ni desde el punto de vista lógico ni histórico: se trata de ámbitos territoriales de convivencia que no tienen un origen divino ni son inmutables desde el punto de vista de la historia. Las naciones son construcciones culturales, sometidas a las exigencias cambiantes de sus destinatarios, de modo que no tendrá sentido un orden político que deviniese un corsé insoportable o una cárcel para las mismas. A la vista de esto, nuestro sistema constitucional consiente una modificación de la Norma Fundamental que pudiese decidir sobre la configuración efectiva del demos español, alterando sus dimensiones o alcance presentes. El único problema naturalmente es atender la exigencia constitucional de verificar ese cambio según los procedimientos, difíciles pero a la postre transitables, del artículo 168 CE. La condición abierta de nuestra Constitución, de modo que cualquier demanda política pueda incorporarse a la Norma Fundamental, siempre que la modificación no altere el carácter democrático de la misma, es lo que legitima la prohibición de su rebasamiento.
Las naciones no tienen origen divino ni son inmutables desde el punto de vista histórico
Si la demanda de la independencia no plantea problemas ni desde el punto de vista de su legitimidad ni de su consecución efectiva en nuestro ordenamiento, no podemos decir lo mismo en relación con el ejercicio de la autodeterminación, cuyos títulos son cuestionables desde la consideración del derecho positivo, y especialmente desde el punto de vista de su justificación racional o política. Todos estamos de acuerdo en que la idea de la soberanía de nuestra Constitución no permite la adopción de una decisión, que se refiriese a la separación de una parte del territorio, a quien no es el verdadero titular del poder fundamental del Estado, o sea, el pueblo español. Y esto sucede tanto si hablamos de un referéndum en el que se pregunta francamente sobre la independencia, como si la consulta se presenta en términos indirectos acerca de la pertinencia final de la separación, acogiendo las posibilidades dudosas del artículo 92CE, que se ocupa, como se sabe, de los referendos consultivos. Los referendos sobre la soberanía son referendos de soberanía, pues contradecir la decisión del cuerpo electoral en estas cuestiones es imposible en una democracia. ¿Cómo iba a ignorarse la decisión de los ciudadanos, o ante quién habría de llevarse el conflicto si un órgano del Estado se resistiese a seguir la voluntad popular?
Constatada la inexistencia de un derecho a decidir explícito o implícito, la cuestión sería pretender en nuestro sistema político la inclusión de un expediente de estas características. A mi juicio se trata de una posibilidad exclusivamente dependiente de lo que estableciese el ordenamiento.
Desde este punto de vista hay que recalcar que se trataría de una medida cuya razonabilidad habría de superar diversas objeciones. En modo alguno ha de imaginarse que la autodeterminación es una pretensión indispensable, sin la que el arsenal jurídico de una comunidad territorial fuese deficiente, de la misma forma que el derecho fundamental de las personas no es, salvo en casos límite, el de la legítima defensa, sino el de tener reconocidas las pretensiones exigidas por la dignidad individual. A lo que tienen derecho las comunidades autónomas es a su autogobierno, esto es, a disponer de las oportunidades suficientes para su desarrollo político. Desde este punto de vista nadie sensatamente diría que la autonomía de Escocia o Quebec es mayor que la de Cataluña o el País Vasco porque aquellas dispongan de un derecho efectivo de autodeterminación que nuestro ordenamiento, mientras no sea modificado, no permite.
El federalismo es una forma política compleja que trata de conjugar unidad y pluralismo
La recomendación de los expedientes autodeterministas resulta claramente contraindicada cuando se asumen planteamientos federales. El federalismo es una forma política compleja que trata de conjugar los momentos de la unidad con los correspondientes al pluralismo. Pero si positivamente no puede funcionar sin la solidaridad de sus integrantes, o affectio comunis, el federalismo negativamente reposa en el rechazo del expansionismo del Estado o Nación Grande y la amenaza de la separación de sus integrantes, o naciones pequeñas.
A veces a determinada opinión le seduce oponer a la opción dura, la autodeterminación blanda, que subraya el aspecto político de la consulta frente al carácter vinculante de los referendos convencionales. Creo que se trata de un malentendido pues, más allá de cómo se presenten, no hay referendos consultivos sobre la independencia. Aunque pueda mantenerse otra opinión, no me cabe duda de que los referendos de independencia que se celebraron en Quebec, dos veces, y en Escocia, una, de haber dado la mayoría a los secesionistas habrían conducido a acordar los extremos de la separación, puerto final de una negociación llevada a efecto desde la buena fe y la actitud colaborativa de las partes, según obliga la aceptación común del principio democrático.
Con todo, la objeción más grave contra la admisión de los referendos de autodeterminación se presenta en el plano político. Como lúcidamente viese Solé, la autodeterminación es un señuelo nacionalista que sólo a las fuerzas de este signo puede beneficiar; por ello, ofrecer una oportunidad en el debate político a este argumento constituye una equivocación táctica imperdonable.
Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid.
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