Aplicar la ley para hacer justicia
Resultaría dramático convertir a magistrados y jueces en profesionales de la empatía
Las Facultades de Derecho dedican su esfuerzo a la formación de aquellos que, en su desempeño profesional futuro, utilizarán el ordenamiento jurídico como principal carta de navegación; es el caso, entre otros, de jueces, fiscales o abogados. Conviene, no obstante, no confundir cuál será el verdadero propósito de tales profesionales. Así, quienes están llamados a hacer factible el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva o tienen la responsabilidad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, no han sido formados para impartir justicia, sino para aplicar la ley. La justicia es un valor constitucional y una vocación a la que, como sociedad, debemos aspirar en el marco de un Estado de derecho. Por su parte, los distintos operadores jurídicos que actúan en el marco de un proceso deben ser capaces de ordenar la mejor estrategia de defensa de sus clientes si son abogados; y, si son jueces, encontrar en la ley la respuesta que determinará la calificación jurídica de los hechos, la identificación del culpable y la imposición de la oportuna sanción que puede implicar, llegado el caso, la privación de libertad.
Como bien puede imaginarse, nos encontramos ante profesiones cuya función requiere importantes dosis de frialdad y serenidad pues, solo desde esta aproximación, el Estado está en disposición de garantizar que las sentencias que se dicten en su nombre satisfagan las pretensiones de la víctima, sin comprometer los derechos del acusado, por muy abyecto que su comportamiento nos parezca. Comparto estas reflexiones a la vista de la trascendencia mediática del juicio que se celebra en Pamplona, en el que se acusa a un grupo de jóvenes de violar en grupo a una joven el 7 de julio de 2016, robarle el móvil y abandonarla en el portal en el que se materializó la agresión.
El desarrollo del juicio, como es razonable, ha motivado una importante atención mediática cuya intensidad es proporcional al rechazo que los hechos han provocado en la sociedad. De igual forma, tampoco ha quedado exenta de crítica la actuación de las partes, así como algunas decisiones del propio tribunal, en lo relativo a la admisibilidad de determinadas pruebas. Algo que, a mi juicio, debe ser interpretado con naturalidad por parte del órgano juzgador dado que, en el marco de un Estado de derecho, no existe poder que quede exento de crítica o control. De hecho, si bien el poder judicial encuentra como fuente de legitimidad de sus pronunciamientos el conocimiento y aplicación de la ley, no parece impropio pretender que también aspire a que sus pronunciamientos puedan ser comprendidos por la ciudadanía y, en definitiva, aceptados de conformidad con los estándares de protección que la sociedad exige ante agresiones que conculcan valores esenciales de nuestra convivencia.
Mis palabras no avalan un poder judicial prisionero de las pulsiones emocionales que determinados delitos pueden suscitar en los colectivos directamente afectados. Resultaría dramático convertir a los jueces y magistrados en profesionales de la empatía. La justicia, a la que aspira toda sociedad, requiere de un poder judicial en el que el ser más abyecto encuentre garantías para su causa. Sin embargo, no creo que en España el riesgo sea este precisamente. Por eso, no caigamos en la trampa de preservar las garantías de un proceso a costa de convertir la situación procesal de la víctima en un enredo imposible donde, como en el caso que nos ocupa, la valoración de la falta de consentimiento pudiera verse condicionada por circunstancias ajenas a lo ocurrido en el momento de producirse los hechos. No es esto lo que exige la aplicación de la ley.
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