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La paradoja y el estilo
Columna
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Desastres naturales

crecí rodeado de mucho panfleto y de mucha imagen de Mao. No me extraña que yo haya salido con unos gustos tan chocantes

Vista general de la ceremonia inaugural del XIX Congreso Nacional del Partido Comunista de China en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín, el pasado 18 de octubre.
Vista general de la ceremonia inaugural del XIX Congreso Nacional del Partido Comunista de China en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín, el pasado 18 de octubre.efe
Boris Izaguirre

La apertura del XIX congreso del Partido Comunista Chino nos ha dejado una de esas imágenes que despliegan poder y estilo, que ya creíamos en desuso o que eran propiedad del Vaticano o de la monarquía inglesa. Mucha tela, pliegues, austeridad grandiosa, colores profundos, la hoz y el martillo como si hubieran pasado por alguna escuela de diseño. Con perfecta agrupación de personas, igualmente trajeadas, milimétricamente sentadas, silenciosas. Casi humanas.

Ante esa espectacularidad me vi obligado a retroceder a mi infancia porque, en Caracas, crecí rodeado de mucho panfleto y de mucha imagen de Mao, tanto en los cuadros de Warhol como en los de esa propaganda, que llegaba a Venezuela con una facilidad asombrosa. Mao en la cubierta de una fragata con un albornoz blanco nuclear, rodeado de niños y grumetes. Mao en un bosque lleno de luz, con un libro abierto en sus manos entre campesinos y militares, leyendo junto a él. Mao, en carne y hueso, asistiendo a una representación de danza de bailarinas con zapatillas de punta en los pies y rifles en las manos. No me extraña que haya salido con unos gustos tan chocantes. Con la Revolución Cultural llegando a mis ojos al mismo tiempo que Batman, Superman y Drácula. Ya tengo edad para confesarlo: he crecido pensando que el comunismo era, más que una ideología, una estética.

Javier Sierra, escritor de la novela 'El fuego invisible', recibe el premio Planeta de manos de Ana Pastor, presidenta del Congreso.
Javier Sierra, escritor de la novela 'El fuego invisible', recibe el premio Planeta de manos de Ana Pastor, presidenta del Congreso.Albert Garcia

De niño soñaba que Mao me hablaba en español y me decía que su libro rojo era una buena lectura. Pero mi papá me advertía de que el maoísmo era una corriente ideológica extrema y que prefería que me divirtiese rellenando álbums de cromos de La Pantera Rosa que, en mi opinión, resultaba más Rive Gauche. De todas estas cosas estuve pensando mientras esperaba el resultado de los premios Planeta en Barcelona. Mi marido insistió en que asistiéramos porque era un momento importante. Me vestí con un esmoquin blanco que me dio un aire entre Tom Wolfe y un líder espiritual americano. Hacía falta ese punto de espiritualidad porque la cena no fue tensa pero tampoco distendida. Empezó puntual y terminó como una sinfonía de Stravinski, abrupta y en tiempo. Me esforcé en mi labor social de saludar mucho, estrechar manos y abrazar. Así, me acerqué a Ana Pastor, presidenta del Congreso. Conmigo de blanco integral parecíamos una nueva bandera de algo insólito. Blanco y rojo, colores que no dialogan pero tampoco quedan mal. Neutrales, como la bandera de Suiza.

Me entristeció ver a amigos discutiendo. Intenté cambiar de conversación, plantear el feminismo de Ylenia Padilla, la bloguera ex Gandía Shore. O si alguien entiende por qué la estilista de la Reina iba vestida de verano mientras Letizia sudaba bajo la lana en el Salón del Trono. Indagar si Risto Mejide acudió vestido de Sherlock Holmes, ¿o era de ornitólogo? Pero nada, la discusión se extendía. Una pena, porque Barcelona sigue siendo universal. Es de todos. Déjenla en paz.

Mi padre aterrizó en Madrid esta semana, porque vamos a aparecer juntos en un programa de televisión. Después nos fuimos a la inauguración de la exposición sobre Picasso y Toulouse-Lautrec en el museo Thyssen. Mientras la recorres te das cuenta de que Lautrec influyó mucho a artistas más jóvenes como Picasso. Y lo hizo como amigo, como líder, como visión alternativa. Picasso tenía la técnica extraordinaria y Toulouse la vida mas allá de lo normal, buscando la irrealidad en lo ordinario, la belleza en la decrepitud. Es una exposición fascinante e inquietante, algunos cuadros parecen alucinaciones. Había droga, alcohol y sexo. Había nocturnidad. Había vértigo. Pero no hay moralina en Toulouse-Lautrec. Esos fueron los ingredientes principales en ese nuevo siglo.

En el nuestro, es la perturbación, el de la sociedad espectáculo y los desastres naturales que dan título a la nueva novela de Pablo Simonetti, el autor chileno que la noche del miércoles consiguió reunir a casi tantos escritores amigos como nuevos lectores. Desastres naturales es una novela sobre el despertar sexual en tiempos de Pinochet. Jorge Edwards, Màxim Huerta, Eduardo Mendicutti le escuchamos hablar, ansiosos de que vinculara sus desastres al que estamos asistiendo atónitos. En su novela, muy autobiográfica, un adolescente confundido al fin encuentra su centro, su independencia, tras descubrir nuevos usos, no alimentarios, para las zanahorias. Prefiero que lo digieran mejor leyendo la novela. Desde que la leí me ha dado por pensar si no es algo que deberíamos popularizar entre algunos líderes políticos, para que todo vuelva a enderezarse un poco.

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