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MIRADOR
Columna
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Azorín

Contemplando la luz de esos territorios del interior de Alicante y Murcia y escuchando hablar a la gente que vive en ellos, es posible entender la luminosidad de su estilo

Julio Llamazares

Coincidiendo con el medio siglo de su fallecimiento, la Compañía Noviembre de Teatro ha llevado a las tablas la adaptación del libro de Azorín La ruta de Don Quijote como reivindicación de la obra de un escritor denostado por muchos durante años por su conservadurismo y su ambigüedad política. Yo mismo me había olvidado de él hasta que hace dos años tuve que releer sus crónicas de viaje cervantinas para escribir mi propio viaje por tierras de don Quijote para este periódico, que me lo encargó remedando el encargo que a él le hizo el dueño de El Imparcial, el padre del filósofo José Ortega y Gasset, Manuel Ortega Munilla, en el caso de Azorín con ocasión del tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote y en el mío del cuarto de la segunda. 110 años de diferencia no me impidieron reconocerme en la prosa y en la mirada del de Monóvar pese a que yo las imaginaba a años luz de las mías.

Como la versión teatral que Eduardo Vasco ha hecho de La ruta de Don Quijote y que tan magníficamente interpreta Arturo Querejeta en un monólogo de hora y pico que se representa en el Teatro de la Abadía de Madrid demuestra, la prosa de Azorín, aunque tenida por fría y falta de sentimiento, por notarial en sus descripciones y vacía de emoción en los retratos, seduce de la manera en la que lo hacen los impresionistas franceses, a base de pinceladas, pero él desde una mirada profundamente española, esto es, llena de luz y de claroscuros herederos de nuestra tradición pictórica. Como declaraba en una entrevista reciente su paisano Gastón Segura, cuya última novela, Un crimen de Estado (Drácena Ediciones), se reconoce en parte en su magisterio, el lenguaje de Azorín es tan portentoso que es un pecado considerarlo frío y falto de sentimiento.

Que no fuera el mejor escritor del siglo XX español y que su trayectoria personal, especialmente en la dictadura franquista, con la que confraternizó, no fuera la más ejemplar no deben de ser obstáculos para volver a leer la obra de un escritor cuya huella subsiste en el tiempo a pesar de todos los prejuicios como bien saben sus paisanos de Monóvar y de Yecla, sus pueblos de nacimiento y de juventud, a los que continuamente llegan personas interesadas por su figura y su halo vital. Solo allí, contemplando la luz de esos territorios del interior de Alicante y Murcia y escuchando hablar a la gente que vive en ellos, es posible entender la luminosidad de su estilo, la precisión de un lenguaje y de unas observaciones que de tan esenciales se vuelven etéreas. Como su autor.

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