Bandera
Estos símbolos definen a sus dueños también por el momento en que se sacan
El jueves pasado apareció una bandera de España en el edificio de enfrente. No había un motivo verbenero, ni un evento deportivo, ni una triste procesión de parroquia, así que automáticamente pensé: malo. ¿Qué había ocurrido para que ese vecino de un barrio orgulloso en el pleno sentido de la palabra: el que siente orgullo de una condición sexual perseguida durante siglos, colocase esa bandera? Quizás fuese porque el Estado que representa garantiza la libertad sexual y permite el matrimonio homosexual, pero de ser así la hubiera colocado antes. Las banderas definen a sus dueños también por el momento en que se sacan.
Pensé en el primer catalán que puso en su balcón la estelada no para exhibirla sino para exhibir los balcones desnudos de los demás, y en qué momento ese hombre empezó a ser “los catalanes”, y en qué momento “los catalanes” y “los españoles” empezaron a ser interlocutores válidos con la condición de ser los menos representativos socialmente pero más aprovechables políticamente.
Pensé en Europa, también, porque en la vida hay que pensar de todo. En esa entidad creada para disolver nacionalismos. Una bandera que nadie saca a la calle ni borracho, un himno robado a Beethoven, ni un ciudadano dispuesto a morir por ella; ni un llanto, ni una piel de gallina. La patria ideal.
Pensé en eso tan antiguo de sentirse orgulloso de vivir en un lugar y estar orgulloso de tus compatriotas como si entre ellos sobreviviese un gen superior al del resto de los pueblos. El nacionalismo de aquel vicepresidente mío cuando dijo que los gallegos de verdad no son violentos: la mala suerte de que no lo dijese en Ferrol. El nacionalismo de esos obreros que defienden a los explotadores de su barrio ante los obreros del barrio de enfrente; que pasan el cepillo para pagarle la multa al presidente que les recortó derechos y servicios sociales.
La bandera sigue allí; se han colocado ya más en balcones de otros barrios y otras ciudades. El PP ha reaccionado con la inteligencia habitual proponiendo una jura masiva: en lugar de enseñar la razón prefiere enseñar el sentimiento, lo necesario para un conflicto: la comparecencia emocionada del otro. Había una ventaja moral que era la ley: unos la incumplen y otros la hacen cumplir. Garantizar su cumplimiento es que la grúa se lleve un coche por estar mal aparcado, pero no hay desfiles ni concentraciones en el depósito cada vez que la grúa sale, ni agentes cuadrándose a su paso. Si la ley es igual para todos debería vestirse igual para que no parezca lo que parece que empieza a ser.
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