‘Pumuki’ y ‘Sidra’, la rebelión de dos gatos
La historia de dos felinos que eligieron a una mujer como compañera de vida
Blanca Novoa (Oviedo, 1955), diplomada en Magisterio y aficionada al squash, es una mujer con carácter. Directa y sincera. Práctica y con capacidad de adaptación. Lleva las riendas de su vida incluso cuando no le vienen bien dadas, como ahora. Y no le cuesta tomar decisiones. Sin embargo, no fue capaz de elegir a sus gatos. No tuvo tiempo. Fueron ellos los que la eligieron a ella.
Porque Pumuki y Sidra, dos gatos comunes europeos, llegaron a su vida de la misma forma, con siete años de distancia. Y se fueron de forma distinta.
En 1997, Blanca era gerente de un negocio de reprografía en Oviedo. Un día sintieron un ruido y pensaron que era una rata. Pero no, era un gato “de unos cuatro o cinco colores, delgaducho y con un rabo larguísimo”. Con la ayuda de un pesacartas apuntaron su peso: 125 gramos. “Debía tener unos 15 o 20 días. Creemos que llegó de un edificio contiguo que habían demolido. Le preguntamos al veterinario si crecería mucho y dijo que creía que no… ¡A los 5 meses pesaba 6 kilos!”.
Pumuki vivía en la reprografía. Y pasó a ser conocido como Pumuki por la clientela. Era un gato muy tranquilo. Tanto, que un día entró un cliente extranjero y empezó a hablar del buen producto que allí tenían, destacando que el gato que descansaba sobre el taburete de la entrada parecía de verdad. A veces, cuando el negocio cerraba, los viandantes se paraban a mirar cómo Pumuki destrozaba algunos de los productos expuestos. Sólo bebía agua del grifo y el yogur, de la cuchara. “Era un gato muy aristocrático”, dice Novoa.
Un día alguien golpeó el cristal del escaparate y, del susto, Pumuki se cayó al suelo y se rompió el fémur. En el postoperatorio, la chica que limpiaba el local se lo llevó a su casa. Se encariñaron tanto con él que dormía con ella y con su marido. Y apoyaba la cabeza en la almohada.
Una vez recuperado, Novoa se lo llevó a su casa. Lo bañaba, porque le encantaba el agua. En el veterinario, se portaba como un tigre. Y cuando lo castraron, estuvo tres días enfadado, sin hablar a su dueña.
Sidra llegó a la vida de Novoa siete años después. Algo debía tener aquella reprografía porque, aún habiéndose cambiado de local, se repitió el modus operandi. Un día, una perra llamada Sidra (se permitía entrar con animales) se emperró (nunca mejor dicho) con un cajón. No había manera de moverla de allí delante. Cuando abrieron el cajón, apareció un gato de color marrón claro y blanco. Se pasó cinco horas metido entre la pared y las estanterías. Tuvieron que cerrar la tienda. “Sidra era un superviviente. Un vividor. Se notaba que en los dos meses previos lo había pasado mal. Y era muy cariñoso”.
En su anterior casa, Sidra controlaba la calle desde la ventana. Cuando veía llegar a la vecina del piso de al lado, cruzaba el hogar corriendo, se subía a la mesa y se asomaba a la ventana del patio interior para contemplarla. Su vecina, de origen francés y aficionada a la pintura, le regaló hace años un cuadro en el que retrataba aquella curiosidad de Sidra.
Cuando esterilizaron a Sidra “fue como si hubiera ido a una verbena. Le dio igual”. Sidra solo bebía agua de vaso de cristal.
A Sidra le gustaba ir al veterinario. Hace seis años le diagnosticaron diabetes, y le vieron alguna cosa más. Novoa no quiso ni oír hablar de la posibilidad de una inyección. “Me dije que no, que este gato no iba a morir. Hablé con mi veterinaria, que es la mejor del mundo, y empezó un tratamiento que funcionó muy bien”.
La vida de Novoa con sus dos gatos se resume en una escena: ella tumbada viendo la tele, con Sidra junto a su cabeza y Pumuki en el hueco que dejaban sus piernas encogidas. “Dicen que los gatos no son cariñosos… qué equivocada está la gente. Son cariñosísimos. No recuerdo un día en el que no me riera por algo que hicieran, y no recuerdo haberme enfadado nunca con ellos, aunque de vez en cuando la liaban, claro. Es que incluso me servían para detectar a gente que no era de fiar. Para eso eran infalibles. Cuando llegaba alguien que no era todo lo buena persona que pudiera parecer, se iban inmediatamente a su rincón, no querían saber nada de esa persona. Creo que los gatos serían unos grandes detectores de asesinos”.
Pumuki y Sidra llegaron de la misma forma, pero se despidieron de manera distinta.
En 2013, Pumuki, con 17 años y medio, dejó de comer. “Fue como si hubiera dicho “hasta aquí llegué” y en tres o cuatro días se fue. Cuando se fue, me miró y supe que era lo que quería”.
El pasado 14 de agosto, algo amaneció raro en la casa. Sidra, que todos los días dormía con su dueña hasta la mañana, apareció debajo de la cama. “No quería salir de allí y la comida estaba sin tocar. Se levantó y vomitó. Intentó ir al arenero, pero no pudo. Lo acomodé”. Dos días después, a las 6 de la mañana, Sidra se iba. “Pero ella no quería morirse, de verdad. Se rebelaba, luchaba por la vida. Fue una injusticia”.
Hay tristeza y cariño en las palabras de Novoa, y una especie de orgullo por los años vividos: “la vida con ellos fue maravillosa. Nunca tendrás a nadie tan incondicional como ellos. Cuando estaba mala, ahí estaban, discretos, a mi lado. La muerte de Pumuki fue algo más llevadera, ya que él lo decidió y murió feliz. Además, de aquella yo estaba con trabajo. La de Sidra me ha afectado más. A veces la vida te hace así (hace el gesto de girar la palma de la mano) y a mí me sucedió. Echaré de menos que me despida cuando me iba de casa y que me reciba cuando llegue. Su ruido por la casa y, sobre todo, hablar con él, porque hablaba con él”.
¿Y no quieres tener otro?
"No puedo comprometerme. No puedo asumir el coste".
¿Y si encuentras trabajo?
"Entonces por supuesto. Y dos también".
Ojalá sea pronto. Por ella. Y por el gato que tenga la suerte de caer en su casa.
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