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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La crueldad más abrupta

No solo el progreso es capaz de perfeccionarse; también la maldad

Mariscal

El eco de la masacre durará. Porque su impacto icónico es feroz. Porque hay víctimas debatiéndose aún entre la vida y la muerte. Y muertos esperando sepultura.

Pero también por otra razón. Consiste en que el grado de conmoción se correspondió con el nivel de vitalidad de una metrópoli donde la gente está en la calle, charla al aire libre, habita las aceras. La capital catalana es hoy, seguramente, el ágora mediterránea por excelencia. Y la popular Rambla, su arteria más conocida mundialmente.

De los principales atentados yihadistas ocurridos en los últimos años en Europa, el de Barcelona concentra así el mayor simbolismo por el espacio donde sucedió, parangonable en conocimiento global a la torre del Big Ben londinense.

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Y se equipara al de las cafeterías de París o al de los puentes de la capital británica de aquel atardecer juvenil en que otros violentos de la misma tribu interrumpieron abruptamente un estado también de fiesta, vacación, alegría.

El 17-A constituye una síntesis casi redonda, y en algunos aspectos hiperbólica, de esos atentados. No ha sido el que más muertes ha producido (el triste récord lo ostenta el de los trenes de Madrid en 2004), pero figura entre aquellos que más impacto directo geográfico han generado, al provocar víctimas de 35 distintas nacionalidades.

Ha combinado el instrumento banal y ordinario (un vehículo) utilizado como arma letal de embestida, como en Niza, con el uso del procedimiento más clásico, las bombas, al final frustrado por una azarosa explosión previa (la de Alcanar).

Se ha desperdigado por distintos escenarios (también en la población playera de Cambrils, junto a Tarragona), como ocurrió en París (cafeterías, tiendas y estadio de fútbol). Y ha compaginado el formato individualista en modelo lobo solitario (un único conductor de la camioneta asesina) con la del comando de manada de lobos que intentó arrasar la población tarraconense.

El 17-A se empareja, en cuanto al grado más alto de crueldad empleada, con el arrollamiento en Niza, mediante camión. En el de La Rambla barcelonesa la camioneta asesina también cumplió su trayectoria en zigzag, para arrasar las terrazas de las cafeterías de un lado y otro y apurar así la capacidad de mortandad de su trayecto. Una siniestra aplicación de los principios económicos de eficiencia y de coste/beneficio aplicados al oficio de destruir vidas.

Una notable diferencia distingue este atentado de sus precedentes. Los 12 presuntos miembros del comando no estaban fichados, no habían estado expuestos al radar policial, no eran retornados de Siria o Irak como en otras ocasiones, eran “invisibles” a los ojos de las fuerzas de seguridad, como ha revelado en estas páginas José María Irujo. Lo que supone otro salto en la autocarrera de peligrosidad del yihadismo.

No solo el progreso es capaz de perfeccionarse; también la maldad. Incluso en la calle más vitalista del Mediterráneo.

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