Tormenta en Formentera
Hacía falta mucho valor para ir a echar un vistazo durante el temporal en la isla
Quisiera poderles explicar en primera persona y con detalles muy emocionantes la tremenda tormenta que nos asoló en Formentera el miércoles poniendo las vacaciones patas arriba. En plan “yo estaba ahí”, porque estar, estaba. Pero ni todo mi prurito profesional que es mucho (y me ha causado más de un disgusto) logró que yo fuera mucho más allá del porche de mi casa con la que estaba cayendo. Una tromba de agua se desplomaba del cielo que tenía el color del vientre de una caballa muerta (sinceramente, ni idea de cómo es el vientre de una caballa muerta, pero no negarán que suena alarmante). “En cala Saona los barcos son arrojados contra la playa y las rocas”, comentaban las niñas mirando los mensajes y los acongojantes vídeos que les llegaban a los móviles. “Velero hundido en el puerto”. El cuerpo me pedía ir a verlo (¡la Savina convertida en Pearl Harbour!) y marcarme una columna de Pulizter, pero intente usted atravesar una tormenta como esa en bermudas y abarcas. La cosa exigía el traje de aguas de Joshua Slocum o al menos un chubasquero de Pescanova.
Me puse a contar mentalmente las provisiones que teníamos y me entró un escalofrío al recordar que había dejado bajadas las ventanillas del coche: iba a tener que achicar más que George Clooney en el palangrero de La tormenta perfecta. Los caminos alrededor de casa se habían convertido en desenfrenados torrentes y una corriente turbia y embarrada, entreverada de cosas muertas, amenazaba con arrastrarnos hacia el mar. Observé pasar una chancleta y un trozo del cartel indicador del chiringuito Pelayo que debía haber bajado navegando desde la carretera y en el que viajaba aterrada una cigarra. Nos habíamos convertido en una isla azotada por los elementos dentro de la isla azotada por los elementos. Cayó un rayo acompañado de un trueno pavoroso y se fue la luz. “¡Eh, periodista!, ¿no deberías ir a dar una vuelta a ver qué pasa?”, pregunto insidiosamente desde la ventana de su casa Evelio Puig, el vecino. “¿No os pagan por eso?”. Mis hijas levantaron un momento la mirada de los teléfonos, movieron de un lado a otro la cabeza y volvieron a lo suyo. Eché un vistazo alargando el cuello. El cielo no es ya que tuviera color de vientre de caballa muerta es que parecía que me iba a caer encima. Las noticias seguían llegando —los veleros varados en cala Saona eran ocho, el muelle de carga de la Savina estaba bloqueado por el naufragio, dos yorkshire terrier habían sido atropellados en Ibiza cuando huían despavoridos por el temporal— , y ninguna era mía. En el centro de la tormenta, yo no tenía nada.
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