Los catalanes, la fraternidad y España
La inquietud y el hartazgo que produce lo que va a suceder de aquí al 1 de octubre no son nada comparados con el desasosiego ante todo lo que vendrá después. Los políticos deben tomarse en serio la complejidad del país que gobiernan
No hace mucho, una amiga me pasó un video con Boadella disfrazado de mosso d’esquadra disertando sobre el “hecho diferencial” catalán. Confieso que dejé de verlo a los dos minutos. Las risas de los asistentes me deprimían tanto como la sarta de lugares comunes que el viejo comediante iba hilvanando. Le respondí, en broma, que no había podido verlo entero porque no quería exponerme al riesgo, a estas alturas, de volverme independentista. Pero luego, hablando con mi amiga —una madrileña que pasa una temporada en Barcelona—, le dije que yo echaba de menos la época en que Boadella llenaba los teatros barceloneses burlándose de Pujol y del abuelo de uno de los supuestos cerebros grises del procés,el hasta hace nada presidente del consejo asesor de Endesa en Cataluña. Luego Boadella se hartó y se marchó, y no se lo reprocho. Pero tampoco me reprocho a mí mismo que lo que aquí resultaba todavía un signo de buena salud política allí me parezca ya un escarnio más doloroso. Y ay del bufón que pide castigos “ejemplarizantes” al señor de los armados. Lamento ser tan sensible, aunque confieso que lo soy ahora y no lo era nada hace unos años. Todos tenemos piel, y quien crea que en esa piel no hay zonas vinculadas a identidades o es un marciano o se lo hace. Pero cuidado con presuponer demasiado sobre esas identidades. ¿Cuántas veces no hemos oído hablar de “los catalanes” en términos peyorativos? ¿Saben por lo menos de quiénes están hablando? No creo que tengan ahí las ideas más claras que Oriol Junqueras cuando habla del “pueblo catalán” y en realidad sólo quiere decir “los míos”.
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Nada hay más detestable que las simplificaciones xenófobas inspiradas por un patriotismo de baja ralea. Si salto en cuanto las percibo por parte de algunos catalanes hablando de “los españoles”, ¿qué decir de lo que viene del otro lado? A estas alturas, el odio y el hartazgo que suscitan “los catalanes” me alarman tanto como la fanática obcecación del Gobierno de la Generalitat, que con su política desquiciada y sectaria apenas representa ya a “los catalanes”.
Pero es cierto. La complejidad de lo que se esconde debajo de este conjunto llamado “los catalanes” hace tiempo que se ha despachado para dejar paso a un clisé irritante o manipulable. Hay una historia reveladora que va del gran Sazatornil haciendo de empresario catalán en La escopeta nacional (1978) a la declaración de Jordi Pujol Ferrusola ante el juez, antes de ser mandado a Soto del Real, invocando a este personaje de ficción —no al actor— para explicarse a sí mismo. No me cabe duda de que los 23 años de pujolismo tienen mucho que ver con ese clisé. Y cuando todavía hay quien busca salvar el legado político de Pujol siempre me pregunto lo mismo: ¿cuál fue realmente ese legado? ¿Favorecer una cultura empresarial que tuvo en Javier de la Rosa a su tipo modélico? ¿Hacer una política particularista en Madrid envuelta siempre en una calculadora “responsabilidad de Estado”? ¿Favorecer y proteger a tipos como Millet? ¿Convertir la integración de todos los ciudadanos residentes en Cataluña, viniesen de donde viniesen, en una operación de fomento permanente de la identidad catalana y de segregación de todo lo “castellano”? Nada de eso le impidió ser el español del año para el diario Abc. O que el primer Gobierno González le salvase del pufo de Banca Catalana. O convertirse en el gran cacique de una sociedad en la que demasiados ciudadanos se comportaban como clientes suyos. Creo que su legado se reduce a eso: hizo ridículos o detestables a “los catalanes” y luego nos avergonzó.
Recuerden el Parlament rodeado en 2011 de manifestantes y a Mas llegando en helicóptero
¿Y el legado de su sucesor? Ninguno reseñable, excepto haber arrasado con casi todo y la proeza de haber logrado que se acabasen las manifestaciones contra los recortes y sus políticas neoliberales y en su lugar comenzasen las manifestaciones en favor de la independencia y el derecho a decidir. Recuerden el Parlament rodeado de manifestantes y a Mas llegando en helicóptero en junio de 2011. Se habla del Estatut recurrido al Constitucional como del origen de todo. Yo pienso también en el helicóptero y en el miedo que se sintió aquel día. Que después se le reconociese tanto poder a la CUP es sólo una forma perversa de justicia poética que Mas tuvo que pagar por sus genialidades políticas. Esperemos que esas genialidades no lleguen al ridículo de un Maidán barcelonés.
Puesto que la inquietud y el hartazgo que produce lo que nos espera de aquí al 1 de octubre no son nada comparados con el desasosiego ante todo lo que vendrá después, mucho me temo que no tomarse en serio esta dificultad de decir algo consistente al decir “los catalanes” puede acarrear consecuencias nefastas para España y para Cataluña. Tomársela en serio no significa que el Gobierno central suelte unos euros, o prometa por enésima vez el corredor mediterráneo, o que se “blinden” competencias en lengua y cultura. Quizás en lugar de “blindar” tanto por aquí sería mejor congeniar más por allá. Pero sería iluso pretender que por fin esa crisis de los últimos años servirá para darle un “encaje” definitivo a un problema que parece hacer inacabable el siglo XX español.
La historia hace tanto que dura que sería iluso darle un “encaje” definitivo al problema
Aunque el problema quizá no sea tal. Es la realidad de este país, es la realidad de España, eso que, visto con mala fe u oportunismo, permite hablar de un “Estado fallido”, negándole toda posibilidad de reforma y progreso. Pero también hay un modo más creativo y alentador de ver esa complejidad como algo cuyas posibilidades todavía no se ha sabido reconocer.
De modo que sería bueno tomarse en serio lo que se esconde debajo de “los catalanes” y sus “diferencias” en este país, debajo de la idea de “España” y de la historia de su largo siglo XX, demasiado aciaga y espantosa como para jugar a estas alturas con ese ardor que nos lleva al desastre final. Tómense en serio la complejidad del país que gobiernan, señores políticos, los de aquí y los de allá. Tómense ustedes mismos en serio: sus deberes, sus capacidades y también sus fracasos. Y si conviene renuncien; no se empeñen en el error, no regresen de sus vacaciones, no emponzoñen más. No piensen que somos unos idiotas que vivimos al día. Hay memoria. Hay hemerotecas. La historia que se puede reconstruir desde, digamos, 2003 es una historia que vuelve a dar miedo. Deténganse. Abandonen. Pongamos la cuenta a cero. Recordemos que lo que nos ha de unir es la fraternidad, aquí y allá, la aceptación de las diferencias, aquí y allá, y mezclarnos entre nosotros, ligar y casarnos mucho entre nosotros, viajar y visitarnos mucho, acabar con esas endogamias tan autonómicas y reconocernos como lo que somos, y así querernos: libres, diferentes y fraternalmente solidarios.
Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.
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