La Roldana te necesita
La escritora e historiadora del arte Ángeles Caso rescata a grandes creadoras después del exitoso 'crowfunding' de autorretratos de pintoras. Aquí explica por qué
¿Cuántos libros se habrán publicado bajo el título de Grandes Maestros del Arte? Seguramente existen decenas de tomos dedicados a glosar a los hombres que han protagonizado durante siglos el mundo de la pintura, la escultura o, más recientemente, la fotografía y otros medios audiovisuales.
Nadie habla en cambio de las “grandes maestras”. ¿Mujeres dedicadas al arte en el Renacimiento, el Barroco o el Romanticismo? ¿Mujeres que tuvieran tanto talento y tanto reconocimiento como para merecer ese título que se reserva para los mejores? Eso nunca existió. Mientras los hombres contemplaban el mundo con sus ojos de genio, las mujeres, todas las mujeres, estaban metidas en las cocinas, preparando los ricos platos que debían alimentar las neuronas de los maestros y criando a sus hijos.
Ese es el relato que nos ha llegado a través de la historiografía del arte: la pintura y la escultura fueron hasta los confines del siglo XX un mundo exclusivamente masculino.
Pero la verdad es otra muy distinta, y las investigaciones de género de las últimas décadas están sirviendo para ponerla cada vez más de relieve. La verdad es que, al menos antes de que el siglo XIX transformase por completo la idea del artista, las mujeres siempre estuvieron presentes en los talleres, que no dejaban de ser negocios familiares, en los que todos los brazos resultaban útiles. Las hijas solían aprender del padre pintor o escultor, igual que hacían los hijos, y a menudo se convertían en ayudantes, para casarse más tarde con otro artista del círculo con el que seguían colaborando.
Muchas de ellas no se resignaban a esa existencia de sombras, y pugnaban por hacerse un hueco en el siempre complicado mercado del arte, abriendo sus propios talleres y compitiendo por la clientela. A esas, a las más aguerridas y talentosas, los gremios les reconocían el título de maestras, igual que lo hacían con los hombres.
Y de ellas, un grupo más que notable alcanzó por méritos propios el adjetivo de “grande”, añadido al de su capacidad profesional. Fueron pintoras y escultoras –aunque estas en número menor– que se movieron en los círculos más elevados de la siempre exigente clientela europea, trabajando para reinas y reyes, para la aristocracia o para la Iglesia.
Ahí está, por ejemplo, Luisa Ignacia Roldán, la Roldana (1652-1706), la gran escultora del barroco español. La Roldana aprendió a tallar figuras religiosas en el exitoso taller sevillano de su padre, Pedro Roldán. Pero no quiso conformarse con ser su eterna ayudante y a los diecinueve años huyó de su casa para contraer matrimonio con uno de sus compañeros, que luego le serviría a ella como ayudante. Atrevida sin duda como pocas, abrió su propio taller en la misma Sevilla, y se trasladó luego a Cádiz, donde trabajó para el cabildo catedralicio. Finalmente dio el gran paso y se instaló en Madrid, en busca de la gran clientela de la corte.
La Roldana triunfó con sus tallas de santos y vírgenes y sus pequeños grupos de barro, en los que representaba deliciosas escenas sacras que la convirtieron en la escultora de moda entre la nobleza. Tanto, que el rey Carlos II la tomó a su servicio nombrándola escultora de cámara. Ese era sin duda el culmen de la carrera para un artista de la época, un honor reiterado por Felipe V cuando llegó al trono.
Su éxito y la belleza de sus piezas no impidieron sin embargo que el olvido ensombreciera la figura y la obra de la Roldana, como ha ocurrido con tantas otras artistas, ninguneadas, exhibidas en los rincones más oscuros de los museos, ocultas en los almacenes o directamente saqueadas a medida que vendedores, galeristas, coleccionistas o conservadores, convencidos de su inexistencia, iban atribuyendo sus obras a artistas hombres de sus círculos. Hombres robando en nombre de los grandes maestros la obra de las grandes maestras.
Pero lentamente van volviendo a la luz, con todo su esplendor: Sofonisba Anguissola, cuyos retratos de Felipe II y su familia estuvieron durante siglos atribuidos en el Prado a los pintores de la corte del rey de las Españas. Judith Leyster, cuyos divertidos cuadros de género colgaron en el Rijkmuseum como carísimas obras de Franz Hals. Artemisia Gentileschi, que se desvaneció para prestar sus lienzos a su padre Orazio. Marie-Denise Villers, confundida en el Metropolitan de Nueva York con David. , etc. , etc. Cuestión de patriarcado o de abierta misoginia, entremezclada con el siempre espinoso y crucial asunto de las cotizaciones de la obra artística: cuando se demostró que los leyster no eran hals, su precio en el mercado cayó a ese rincón de lo no valioso en el que tantas veces yace la obra hecha por mujeres, en el ámbito que sea.
Ahora al fin, después de décadas de estudios no siempre bienvenidos, ya las tenemos. Hemos recuperado sus nombres y su trabajo, o al menos una buena parte. Sabemos que existieron, que triunfaron, que incluso en muchos casos deslumbraron a los amantes del arte de su tiempo. Nos falta aún reconocerles el mérito supremo, el de considerarlas grandes maestras, con la misma naturalidad, respeto y exigencia con que consideramos a los hombres que las acompañaron en el siempre complejo camino de la búsqueda de la excelencia artística.
Eso es lo que busca este libro, Grandes maestras. Mujeres en el arte occidental. Renacimiento-Siglo XIX, que se editará a través de micromecenazgo; se podrá disfrutar de unas 300 reproducciones en color de la obra de 100 artistas, pintoras, escultoras y fotógrafas, que llegaron muy lejos en sus carreras, abordando toda clase de géneros, desde el desnudo femenino hasta el paisaje, y que han sido engullidas sin ninguna consideración en el relato androcéntrico de la historia del arte.
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