La revolución del fracaso
Estamos aplazando problemas inmediatos en lugar de construir soluciones fiables
El mundo moderno es hijo de tres revoluciones: la francesa y la americana, que abrieron el camino de la libertad y la democracia, y la rusa, que fracasó en su intento por resolver la desigualdad. En cambio, en este siglo XXI ha estallado una revolución silenciosa que curiosamente, y sin que exista ya espíritu revolucionario, se está consolidando. Es una revolución basada en el fracaso de los sistemas, una revolución que muestra por qué en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia los votos no fueron para los partidos tradicionales que han gobernado la V República, sino para todos los que propugnaban un cambio.
Emmanuel Macron y Marine Le Pen tienen en común haber levantado el acta de defunción del sistema francés. Le Pen, de manera violenta, apostando por una Francia cerrada sobre sus orígenes. Y Macron, aceptando que la revolución se ha producido y que el cambio hay que hacerlo de la mejor manera posible. El ascenso de ambos muestra que la gran recesión y la impunidad han ocultado la división entre izquierda y derecha, indistinguible en materia económica, sustituyéndola, también en estos comicios, por la disyuntiva entre globalización y nacionalismo, y ha mostrado los defectos estructurales de las fuerzas políticas que han gobernado Europa en las últimas décadas, sin que haya una alternativa mejor.
Ahora, lo más asombroso es que ante la probable victoria del centrista Macron en la segunda vuelta el 7 de mayo se produzca un suspiro de alivio y se cree la percepción de que el peligro de un triunfo del Frente Nacional queda atrás. Sería un grave error porque esa no es la única amenaza latente: también lo es el agotamiento del sistema, el triunfo de esa revolución de la ineficiencia, de la impunidad y de la incapacidad de crear modelos alternativos.
El Brexit pasará a formar parte de la historia moderna de Europa, pero cuando se analice no sólo habrá que pensar en esa reacción tan legítima, democrática y, hasta cierto punto, curiosa del pueblo británico el día de la votación, sino que además habrá que considerar otros aspectos. Por ejemplo, qué hacían, dónde estaban y en qué estaban pensando los burócratas de Bruselas justo antes de que David Cameron convocase el referéndum de manera suicida, mientras ellos protagonizaban una de las negociaciones más estúpidas y estériles frente a las demandas británicas. No existe un cuadro general ni de referencias, ni de seguridades. Estamos construyendo en el vacío y aplazando problemas inmediatos en lugar de construir soluciones estructurales fiables.
Los pueblos no quieren a los políticos convencionales. Por eso, dan el poder a personajes como Donald Trump, votan a favor del Brexit o consideran elegir a la ultraderechista Le Pen como presidenta. Sin embargo, ni las sociedades ni los políticos han sabido aceptar la llegada de esa revolución del fracaso y tampoco han creado estrategias que resuelvan problemas como la impunidad y la corrupción o que permitan organizar la sociedad, conducirla más allá del odio y del enojo, y cambiar el modelo porque todo lo conocido ha fallado.
Si Macron llega al Elíseo, podría tener la posibilidad de empezar a construir un sistema que articule una salida política con suficiente consenso social para Francia, y también podría tener la oportunidad de establecer un modelo para Europa que no se base en el autismo de los funcionarios ni en la hegemonía alemana. Pero, de momento, la única certeza que tiene el continente es que, en medio de una crisis sin precedentes, nadie tiene la capacidad de superar el fracaso ni de encontrar los ideales traicionados a diario por los gobiernos.
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