En las entrañas de la sacrosanta masía que soñó Miró
Visitamos la Fundació Pilar i Joan Miró en Palma de Mallorca, donde arrancó una nueva era para un proyecto especial alrededor de un artista único
Una masía mallorquina del siglo XVIII prácticamente intacta. Un estudio ideado en 1956 por Josep Lluís Sert, arquitecto y miembro fundador del Grupo de Artistas y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea (GATEPAC). Un edificio obra de Rafael Moneo inaugurado en 1992, el año en que todo sucedió. Todo, en una zona a las afueras de Palma de Mallorca a la que se mudó Joan Miró en 1954, cuando ya contaba 63 años.
“Este país es maravilloso. Estamos a punto de comprar una casa cerca de Palma en un terreno espléndido”, escribía el artista meses antes de aterrizar aquí. Aquel idílico terreno, con vistas al azul del Mediterráneo y rodeado de pinos, terminó rodeado por un amasijo de construcciones hormigonadas que, en un alarde de optimismo, podrían calificarse como eclécticas. A pocos metros del estudio, el diorama se remata con un hotel con el nombre del artista que posee impresionantes cuadros originales colgando de las paredes del lobby y, a la vez, en la ducha de las habitaciones dispensadores de gel que parecen sacados de un gimnasio que se acabó de construir con cierta prisa.
Uno llega aquí pensando que saldrá conociendo más del pulso creativo de uno de los mayores genios del siglo XX y sale no solo conociendo al artista y su obra, sino que siente que en la extensión de la finca (y sus alrededores) que acoge a la Fundación Pilar i Joan Miró se ha escrito un perfecto resumen del desarrollo económico, filosófico y estético de la España del último siglo.
“Todo esto está plagado de espacios sacrosantos, de gran mística, donde un pensador, mi abuelo, Joan Miró, trabajó 25 años. Son espacios casi telúricos en los que se encuentra la magia de la poética con la de la tierra. Aquí hay historia grecorromana, fenicia, primitiva, africana… Mi abuelo dejó Barcelona y París para estar cerca de la luz del Mediterráneo, que es muy pura, tanto de día como de noche. Se inspiraba tanto en el sol como en la luna. Además, claro, de esos atardeceres anaranjados que incluso Cela nombró en la dedicatoria que le escribió en La familia de Pascual Duarte: ‘Joan Miró, artista universal que saborea esos atardeceres anaranjados en Cala Major’. Eran vecinos”. Joan Punyet habla del espacio que ocupa la Fundación Joan i Pilar Miró en Palma de Mallorca, muy cerca del Palacio de Marivent o de la que fuera la residencia de Errol Flynn, con la pasión del que creció correteando por esta finca.
Ahora, Punyet vive en estos terrenos, a medio camino entre el taller de Son Boter, esa masía del siglo XVIII, y el ideado por Sert, los dos espacios de creación utilizados por el genio catalán, y a escasos metros del edificio obra de Rafael Moneo que ejerce de museo y centro administrativo de la fundación. El año que viene se planea la apertura de un nuevo espacio dedicado al artista en la localidad tarraconense de Mont-Roig, donde creció.
La obra la llevarán a cabo RCR Arquitectes, el estudio con sede en Olot que acaba de recibir el prestigioso Pritzker (premio que también ganó Moneo). “Nos ha tocado la lotería”, celebra Punyet, sabedor de la repercusión que esto puede tener en el nuevo centro, que, a diferencia de este, parece nacer con un pan debajo del brazo. Para sacar adelante esta maravilla, en 1986 se debió subastar una ingente cantidad de obras del autor con el fin de lograr los fondos para poder acometer la obra ideada por Moneo y otorgarle el empaque necesario al proyecto.
Hoy, el complejo tiene una extensión total de 11.000 metros cuadrados, una colección con más de 7.000 piezas y un programa educativo y de becas en el que colaboran instituciones como Sotheby’s. “Cuando crea la fundación, Miró quiere que esto esté vivo y lo establece en los estatutos. Debemos cumplirlo. En los talleres de obra gráfica donde él trabajó tenemos programas de intercambio. Los artistas usan los mismos espacios que usaba él. Somos un museo y un espacio distinto porque tenemos capacidad de creación contemporánea dentro del espíritu del artista”, nos cuenta Francisco Copado, director de la fundación desde hace aproximadamente año y medio. “En 1965 no era el momento de hacer una fundación pública”, recuerda respecto a las intenciones del artista. “Pero en 1981 ya se daba un clima más propicio para lo público, y ahí Miró decidió ceder el terreno a la ciudad de Palma”.
La visita a los dos estudios del artista es una experiencia sorprendentemente realista. Parece que Miró estuvo trabajando aquí ayer por la tarde. Para evitar una excesiva museización no se han colocado paneles informativos en las estancias. Hay otros espacios con documentos, fotos históricas y demás informaciones comunes, pero se ha evitado que esto contamine la experiencia que significa entrar por primera vez en el taller Sert o en Son Boter. Nosotros tenemos el privilegio de acceder a espacios de los mismos no abiertos al público.
En el primero, el balcón interior que el arquitecto ideó para que Miró pudiera desde él tener una panorámica completa de todo el espacio. El artista tardó dos años en lograr pintar en este taller. No se aclimataba. No lo sentía suyo. Uno podría pensar que culparía al arquitecto de ello, pero ese no era Miró. Punyet nos cuenta una anécdota de su abuelo en París para entender un poco mejor su carácter: “No le gustaba hablar mucho. Estaba con un grupo de surrealistas. Discutieron algo y decidieron votar para dirimirlo. Empataron. Faltaba solo el voto de mi abuelo. No quería votar por no enemistarse. Al final, le pusieron una soga en el cuello. ‘O votas o te ahorcamos’, le dijeron. Hay una foto de Man Ray que inmortaliza ese momento”.
Poco a poco, Joan Miró fue llenando el estudio Sert de objetos y empezó a trabajar como a él le gustaba, con un montón de obras en desarrollo paralelo y rodeado de los más extraños cachivaches. Desde algarrobas –le gustaba llevar una en el bolsillo– hasta cualquier locura que a uno se le pueda pasar por la cabeza. Muchas de ellas están aquí casi tal y como las dejó el creador. “Como hay de todo, las restauraciones se complican”, cuenta Enric Juncosa, restaurador de la Fundación. “Encuentras una calabaza con un trozo de piel y, claro, tú te dedicas a obras de arte, no tienes ni idea de cómo restaurar una calabaza con un trozo de piel pachucha. Debes buscar gente que haga eso, o yo qué sé, informarte en algún sitio. Pero esto hace el trabajo interesante”. Enric es el responsable del descubrimiento del primer cuadro del artista. Estaba bajo otra pieza que este pintó años más tarde.
Subir a la primera planta de Son Boter es incluso más impresionante que asomarse al balcón Sert. Esta masía está intacta. Ni el artista ni quienes han pasado por aquí posteriormente han tocado nada. Vuelve a parecer que estuvo ayer trabajando. O peor. Parece una casa okupa en la que ayer se celebró una rave y las drogas eran tan buenas que todos sus participantes aprendieron a dibujar como un genio del siglo XX.
Además de los célebres bocetos para sus grandes obras que Miró dibujó en las paredes de la masía, hay rastros de pintura, botes medio vacíos, botellas de vino, cajones abiertos e incluso una especie de pizarra en la que el autor escribía sus tareas y que nos informa, medio en francés medio en catalán, de lo que debería haber hecho los días siguientes a su muerte. En un rincón de la planta se halla su habitación de pensar, una especie de celda con una ventana minúscula y una humilde silla con manchas de pintura. “Mi abuelo era un hombre místico”, recuerda Punyet. “Y muchos no lo entendían. Por ejemplo, Picasso. Cada vez que iba a visitarle y llegaba de la mano de mi abuela, Picasso le decía: ‘Pero Joan, ¿cómo es que siempre vienes con la misma mujer? A mi abuela le enfadaba mucho”.
En dos pequeñas construcciones adyacentes a Son Boter se hallan los estudios de cerámica y serigrafía en los que Miró trabajó. A diferencia de otros, él jamás se cansó de aprender nuevas técnicas y jamás dudó en darle el reconocimiento que merecían a sus colaboradores. “Es un artista que necesita conocer las técnicas para poder realizarlas. Él siempre entendió al arte como algo colaborativo”, explica Copado.
“Artigas fue el ceramista con el que trabajó muchos años, mantuvieron una relación de tú a tú. Cuando instaló el taller de litografía, Damià Caus y Joan Barbarà, litógrafo y grabador, también vinieron. Su figura como artesanos nunca quedó ensombrecida por la de Miró”. Tal vez debido a este afán por aprender, por no parar de trabajar, los últimos veinte años de la vida del artista son de una productividad sorprendente y, sobre todo, propician una obra que, en vez de suavizarse con la edad, se radicaliza, que es lo que sucede cuando alguien goza mucho con lo que hace.
Si para poder entender a Joan Miró en Mallorca hay que subir unos peldaños, ahora para poder comprender la realidad actual de la Fundación hay que bajar a un sótano, concretamente a las catacumbas del edificio ideado por Moneo. “Este barrio fue víctima de la especulación urbanística. Se crearon unos edificios horrorosos y la belleza del barrio se destruyó”, recuerda Punyet. “Moneo lo entendió. Y en vez de construir de forma vertical, creó casi un búnker que protege la obra de mi abuelo. Esconde las obras. Las protege contra la fealdad”.
El nieto lanzará este mes un libro dedicado a la relación de la obra de su abuelo con la música. Veinte años de investigación le ha llevado el artefacto. Como heredero del artista y como portavoz y garante de su obra, Punyet casi disfruta fabulando sobre cómo sería la obra Joan Miró hoy. “Sería oscura, enfadada, arisca. Si viera que están intentando romper España se enfadaría mucho. Son tiempos difíciles”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.