¿A dónde va la fortuna de David Rockefeller?
Los cinco hijos que le sobreviven, críticos con la política familiar, se preparan para dividirse 3.300 millones, un legado que les llega pasados los 70 años
Como si fuera una radiografía, el testamento de David Rockefeller, a pesar de no haber sido desvelado todavía, sirve como hilo conductor para ver en profundidad no solo el estado de deterioro relativo de una de las grandes familias de Estados Unidos, sino también se erige como manual de usos y buenas costumbre del millonario a la vieja usanza.
¿Qué será ahora de los 3.300 millones de dólares con los que cifró la última valoración de Forbes la fortuna del centenario millonario? El bíblico creced y multiplicaos no ha colaborado a que el apellido mantenga el poder económico, por mucho que todavía tengan el poder simbólico. Del gran John D. Rockefeller, el fundador del negocio petrolífero y por ende de la gran fortuna familiar, salieron más de 150 descendientes entre los que dividir su patrimonio generación tras generación (la de ahora, la llamada generación de “los primos”) y David era, en ese sentido, el último de una era en la que todavía la fortuna se aglutinaba en pocas manos. El último de los seis nietos. Ahora, los cinco hijos que le sobreviven (su primogénito Richard falleció en 2014) se preparan para dividirse un pastel que les llega pasados los setenta años de vida, casi como una lotería del jubilado que poco más tiene que hacer más que mirar las pedreas en el periódico.
Los hijos de David Rockefeller (además, de Richard, están David Jr., Neva Goodwin, Peggy Dulani, Eileen y Abby) fueron los primeros que no vivieron como parece inherente en su sangre. Fueron millonarios, claro, pero no omnipotentes. Para muestra, dos botones: en 2016 se enfrentaron al consejo de administración de Exxon Mobile (una de las tres petroleras en las que se subdividió el emporio de su bisabuelo) por su política poco ecológica y alguien tuvo que recordarles que, como dueños de solo el 5 % de las acciones, nadie les había dado vela en este entierro. El otro botón fue en 2014, cuando tuvo lugar su mediática mudanza del rascacielos art decó que lleva su nombre en la Quinta Avenida. Las cuentas no les salían, pues ya no era de su propiedad, y se trasladaron a otra de las torres, modesta dentro de sus baremos. Aunque que nadie sienta pena: el patrimonio de la familia Rockefeller está valorado en 11.000 millones de dólares.
Pero en todas las necrológicas vistas hoy en los periódicos estadounidenses, había un tono de agradecimiento nostálgico a una concepción de la megafortuna que ha caído en desuso y, por eso, la mayoría destacaban del magnate su labor filantrópica por encima de su labor, por ejemplo, al frente del banco Chase, al que apeó del liderazgo en Estados Unidos con su gestión no tan agresiva como los tiempos empezaban a requerir. Y es que en los Rockefeller, pese a ser epítomes del capitalismo, siempre quedó la firme determinación de devolver parte de lo amasado, especialmente a través del arte. Desde el parque de los Cloisters hasta el Museo Metropolitano, pasando por el World Trade Center, la firma del clan está en muchos de los rincones de Nueva York y la ciudad, en ese sentido, queda como una hija más de David, que empezó a forjar a principios del siglo XXI una serie de decisiones aplicables en el momento de su muerte que hicieron titular en la web sobre tercer sector Inside Philanthropy con un socarrón: ¿Por qué tanta gente está esperando a que David Rockefeller muera? Porque, además de sus generosas donaciones en vida, su deceso activa una lluvia de millones para algunas de sus instituciones favoritas: en 2005 le prometió 100 millones al Metropolitan y otros 100 a la universidad que lleva su apellido. Fuera de la ciudad, en 2008 también aseguró la misma cantidad para su querida Harvard, en Boston. Por supuesto que para su fundación también dejó bien firmados 225 millones, que quedan en casa, como quien dice, y su pasión por la agricultura ecológica se traducirá en 25 millones para el centro de comida y agricultura Stone Barns.
En total, en aquél artículo cifraban en 525 millones repartidos en últimas voluntades. Y eso, en un momento de declive del aliento a la educación y el arte y con un presidente en Estados Unidos que representa la otra cara del multimillonario, hace recordar con cierta sorna la pequeña dosis de verdad que había en aquella frase que David Rockefeller, en sus memorias, aseguró que le había espetado el ministro de Asuntos Exteriores ruso Andréi Gromyko en plena guerra fría: “Antes serán sus hijas comunistas que mis hijas capitalistas”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.