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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
infancia

Solo a casa

La presencia de niños "sueltos" por la calle se considera una anomalía que debe corregirse. Lo analizamos con la peli Le Ballon Rouge.

Chicos jugando al ajedrez en la calle, en Santiago de Cuba.
Chicos jugando al ajedrez en la calle, en Santiago de Cuba. Wikimedia Commons

Hay un tipo de cine que ha entendido aquella apreciación de Baudelaire de que el pintor de la vida moderna, de la vida en las ciudades, debía aplicar "una percepción infantil, es decir una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!". Por ello, ha habido directores que han procurado plasmar esa intercambiabilidad entre infancia y ciudad, que consisten en el goce de huir y esconderse y en la conciencia de que la aventura aguarda siempre a la vuelta de la esquina. De ahí la sensibilidad de François Truffaut, Win Wenders, Jacques Tati, Víctor Érice, Robert Mulligan, Abbas Kiarostami y, sobre todo, Yasujiro Ozu, que colocaba su cámara siempre a la altura de un niño, con el afán de poder imitar su mirada.

Una de las películas que mejor encarna ese espíritu es Le ballon rouge, dirigida en 1956 por Albert Lamonisse, que relata sin apenas palabras la amistad entre un niño de seis años –el hijo del realizador, Pascal– y un globo rojo con el que se encuentra casualmente. La mayor parte del film nos muestra al muchacho realizando de manera natural el trayecto de ida y vuelta de casa a la escuela, caminando y en autobús, interaccionando brevemente con varios desconocidos con quienes se cruza, acompañado siempre de su globo, y luego viviendo su aventura por las calles de Ménilmontant, su barrio parisino, acosado por un grupo de niños malos de su edad, que son los que le acaban raptando a su amigo y desencadenando el trágico y poético final.

Sesenta años después de que la película obtuviera un Oscar y una Palma de oro en Cannes, han cambiado tantas cosas de las que nos muestra.. Por supuesto, París ha cambiado y hoy Ménilmontant, el barrio al que Charles Trenet le dedicará una canción, es –como el vecino Belleville– carne de gentrificación. Pero sobre todo se ha vuelto cada vez más rara la posibilidad de contemplar –ni en París ni en ninguna otra ciudad­– un niño de seis años ­–o de bastantes más– yendo o viniendo de la escuela solo, caminando y no digamos en transporte público. De hecho, en las escenas de la entrada y salida de la escuela, solo vemos a una madre recogiendo a su hijo; compárese con la multitud de adultos que se agolpan a las puertas de los colegios a la hora de la salida, muchos de ellos con sus vehículos. También ha dejado de ser habitual la estampa de niños merodeando en libertad por su propio barrio en solitario o en pandilla, con la excepción de los hijos de una inmigración que todavía no puede permitirse dejar a sus hijos "a buen recaudo" en las horas no lectivas.

En cambio, esas imágenes eran bien usuales hasta tampoco hace tanto, en una época en que la calle era el reino de los niños, un ámbito de experiencias y enseñanzas de las que no proveerían ni la escuela ni la familia, pero que habrían de ser fundamentales para sus vidas. Ahora, la infancia aparece enajenada de lo que fue ese lapso clave para su formación que se extendía entre la salida del colegio y el reingreso al hogar, en nombre de las "pedagogías del tiempo libre" con que se les "protege" de la calle, a la vez que protegemos a esa misma calle de la dosis supletoria de maraña que los niños siempre estaban en condiciones de añadir.

Piénsese que de ahí ese eufemismo con el que se etiqueta aquellas criaturas supuestamente desamparadas que viven en la intemperie en nuestras ciudades: "menores no acompañados". Esta designación delata hasta qué punto la presencia de niños "sueltos" por la calle se considera una anomalía que debe corregirse. Una estadística publicada en septiembre de 2014 daba cuenta de que un 70% de niños españoles entre 8 y 14 años no iba ni volvía nunca solo al colegio y que el temor principal de los padres a darles libertad para hacerlo no estaba en la posibilidad de un accidente, sino a la de la actuación de un eventual secuestrador.

Pero no es solo eso. Es más y peor. La desaparición creciente de los niños de las calles debe ser entendida como la última manifestación de la creciente conversión de los espacios abiertos de las ciudades en lugares meramente de paso, de los que la que fuera su función como lugares de encuentro ha ido siendo desactivada. Es a partir de algún momento de finales del siglo XVIII que se inicia una evolución hacia una separación entre público y privado que levanta una muralla entre marcos que hasta entonces habían sido permeables, como eran la calle y la casa. Cambios ideológicos importantes implicaron una concepción cada vez más negativa de la calle como un lugar devastado en que era imposible encontrar nada realmente valioso e importante, de lo que la reacción sería una creciente reclusión en la esfera doméstica de la nueva familia nuclear cerrada, para permanecer a salvo de una vida urbana inmoral, insegura y destructora.

Ese encierro dentro de lo que sería a partir de entonces el "hogar dulce hogar" burgués, fue extendiéndose al conjunto de la sociedad a lo largo del siglo XIX y hace no mucho ha acabado sometiendo al postrer reducto resistente, el de los últimos seres libres en la ciudad: la chiquillería. La crisis de la vida de los niños en la calle no sería, por tanto, más que el último episodio de la crisis de la vida urbana que acompaña a la constitución del actual modelo de ciudad como anti-ciudad. Negando a los niños el derecho a la ciudad, se le negaba a la ciudad a mantener activada su propia infancia, que es la diabólica inocencia de que está hecha y que la vivifica.

 

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