Nidos
Cuando tenía unos diecisiete años, anidó una paloma en la jardinera de mi habitación, y yo lo recibí como un hermoso regalo de la naturaleza.

Cuando tenía unos diecisiete años, anidó una paloma en la jardinera de mi habitación, y yo lo recibí como un hermoso regalo de la naturaleza. De los dos huevos que había, salió un palomo, un polluelo, —una cría, no me fuercen—. Una criatura indefensa en un piso 13 (considerable riesgo, mis padres nos criaron a lo alto).
Dejo aquí la crueldad matemática de la ecuación dos huevos, un pollo. La incógnita es en qué momento la naturaleza se abrió paso sola y el palomable se comió al lento. Porque la naturaleza es así.
El palomo creció considerablemente, y nunca se convirtió en nada, digamos, plástico. Era una especie de plumero mugriento que chillaba fortísimo.
Empezó a tomarse confianzas; entraba a través de la ventana a mi escritorio, soltaba un zurullo inmenso y se volvía al nido. Le encantaba aletear por diversión —sin la más mínima pretensión de vuelo—, y despedazó todos los geranios que crecían en mi jardinera.
Semanas después de nacer, francamente, el milagro de la vida me empezó a parecer un coñazo supino. El bendito palomo no se animaba a emanciparse ni a la de tres, cagaba como descosido por todo mi cuarto y era un suplicio volver a sacarlo al nido.
Se estaba poniendo bravo el pájaro de la mierda. Graznaba sin cesar, me despertaba a las cinco de la mañana con su perorata ronca, gorgoriteando como si fuera una vicetiple, cuando sonaba como una bocina mordida por ratas.
Empecé a desear empujarlo. Un poquito solo.
Voló a la mañana siguiente, tan pancho el ingrato, y no volvió jamás, dejándome un pesar áspero de mala madre. Porque mi naturaleza también es así.
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