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MIRADOR
Columna
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Rosas negras

A veces, la poesía es la única manera de expresar el sentimiento que a uno le invade y que no podría o sabría contar de otra forma

Julio Llamazares
Botes dañados y miles de chalecos salvavidas usados por refugiados y migrantes durante su trayecto a través del mar Egeo, en Mithimna (Grecia)
Botes dañados y miles de chalecos salvavidas usados por refugiados y migrantes durante su trayecto a través del mar Egeo, en Mithimna (Grecia) ARIS MESSINIS / AFP

“El camino era oscuro, / yo también era oscura, / buscaba entre tus rosas negras / el rumor de la noche…”. En Adiós a la noche (La isla de Siltolá), la joven Andrea Bernal, una de las voces más conmovedoras y deslumbrantes de la actual poesía española, escribe estos versos que, no sé por qué, a mí me parecen una descripción perfecta del año que se termina, este 2016 lleno de tragedias, perturbadores sucesos e inquietantes proyecciones de futuro. A veces, la poesía es la única manera de expresar el sentimiento que a uno le invade y que no podría o sabría contar de otra forma: “Tu piel de hierbabuena apagaba la luz / cuando la luz era un tímpano fino / de la única vela / Nuestros caminos eran oscuros, / Novalis atardecía apenas mudo / como reconociendo el sueño de la noche que ama / fugitiva”, concluye su poema Andrea Bernal en un final que valdría también para el año que terminará esta noche y que será celebrado de un lado a otro del mundo con las luminarias y las campanadas de siempre, con la alegría repetitiva y artificial de todos los años, esa que nos sirve a todos para engañar a nuestras conciencias o para negar lo que no nos gusta.

Entre tanto, sobre la Tierra brillarán también en la noche mezclándose con sus luces las almas de los anónimos miles de muertos de las guerras de Siria y de Irak, las de los desaparecidos en el Mediterráneo, esa insaciable fosa común (la mayor de todo el planeta: 5.000 sepultados en ella solo este año) en la que se ha convertido el mar del color del vino que cantara Homero y que fue la cuna de nuestra civilización, las de los europeos asesinados por unos locos iluminados por el rencor y la ira en discotecas y en mercadillos de Navidad, en transportes colectivos o en playas llenas de músicas, las de los centenares de miles de refugiados que vagan por las fronteras como animales entre alambradas bajo la noche, remedo resucitado de la humanidad errante de las viejas estampas de la II Guerra Mundial. Por cada uno de ellos yo arrojo una rosa negra que nadie verá caer, eclipsada por las luminarias y por el brillo de los vestidos de fiesta, una de esas rosas negras que la poeta Andrea Bernal inventó para despedir al año que se termina, al menos en mi imaginación: “Adiós a la noche, / otras de piedra vendrán, / y estarán en silencio los dioses / y los muérdagos acurrucados / verán levantarse los bosques. / Sólo estarán frente a las catedrales / los esqueletos de las farolas / y sabré que la noche fue / —más que un océano — / una levedad negra contra el infinito”.

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