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CARTA DESDE EUROPA ‘EL PAÍS’
Tribuna
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Europa regresa al siglo XX

La UE carece de un proyecto que organice su quehacer colectivo y de líderes capaces de señalar el camino

 Reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea en Bratislava, en septiembre de 2016.
Reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea en Bratislava, en septiembre de 2016. OLIVIER HOSLET (EFE)

Europa vive instalada en el desconcierto. Las certezas que con tanto esmero ha atesorado durante décadas están puestas en cuestión. Los europeos miran al futuro y no ven nada, ni un proyecto que organice su quehacer colectivo ni unos líderes que sean capaces de señalar un camino por el que adentrarse. Al contrario, solo los que “hablan seductoramente pero blanden un gran garrote” (según la formulación del presidente Theodore Roosevelt) parecen ganar el fervor del electorado. De Donald Trump a Vladimir Putin, pasando por Nigel Farage o Marine Le Pen, es tiempo de orgullo patrio, promesas proteccionistas, pulsiones aislacionistas, proclamas identitarias y afirmaciones soberanistas.

Jacques Delors describió una vez el proyecto europeo como un OPNI, un “objeto político no identificado”. Y así era: Europa se hizo sin muchos planos (nadie antes había intentado algo semejante) pero con algunas certezas sólidamente establecidas sobre el punto de partida y aquello que a toda costa se quería evitar. Ante todo, los padres fundadores dejaron al alcance de todos los europeos un poderoso y eficaz retrovisor: aunque el destino final del proyecto no tuviera un contorno definido (ni los más osados podían aventurar cuándo y en qué condiciones se llegaría a dónde), en caso de duda no había más que mirar por ese espejo. Solo contemplar durante unos segundos el pasado que allí se aparecía, en el que se representaban los peculiares jinetes del apocalipsis europeo (el nacionalismo, la guerra, los totalitarismos, el colonialismo y el racismo genocida), servía para disipar la zozobra e impulsar otra vez la nave europea hacia el futuro.

Pero ese retrovisor ya no parece ser eficaz. El cohete europeo, aunque en su recorrido ha quemado un buen número de fases, no parece conseguir evadir la gravedad de la tierra. En lugar de haber escapado del siglo XX y deslizarse sigilosamente por el siglo XXI surcando la paz kantiana y el sueño cosmopolita, tiene que hacer frente a las poderosas fuerzas que aspiran a devolverla a la tierra. Que esas fuerzas, ya al mando en capitales como Londres, Varsovia, Budapest y, en unos días, Washington DC, carezcan de un proyecto viable es lo de menos: su fortaleza no se origina en la capacidad de esgrimir razones sino en la habilidad de dibujar sentimientos y transmitirlos envuelto en sencillas y poderosas metáforas.

Jacques Delors describió una vez el proyecto europeo como un OPNI: “objeto político no identificado”

Tanto da que esas metáforas sean contradictorias entre sí dependiendo del lugar donde se formulen: al tiempo que los brexiters del Reino Unido y otros lares dibujan la UE como un monstruo burocrático que ahoga a la empresa privada y la libertad individual, la izquierda radical bosqueja la misma entidad como un proyecto neoliberal al servicio de los lobbies empresariales, agentes encubiertos de la globalización financiera. Al mismo tiempo, otros dibujan la UE como una cárcel de pueblos semejante a la extinta Unión Soviética, un ente que bajo una única ideología uniformizadora aspiraría a eliminar las naciones, raíz profunda de Europa, y sus identidades subyacentes. Que un mismo objeto político sea representado a la vez de esas tres formas incompatibles entre sí ejemplifica bien la complejidad del barrizal en el que está atrapado el proyecto europeo y la dificultad que los europeos enfrentan a la hora de decidir por qué lado de ese triángulo quieren salir antes de ser engullidos por el remolino formado por esas imágenes.

No conviene simplificar: si solo nos encontráramos ante una lucha entre Ilustración y el mal habría poco de lo que preocuparse. Si el enemigo es poderoso es porque además de pertrecharse de la capacidad emotiva del romanticismo ha logrado capturar y tomar como rehenes a algunos de los tesoros más preciados de los ilustrados: la democracia, la libertad y la idea de progreso. Vean si no cómo la mayoría de los partidos xenófobos y antieuropeos que pululan por Europa adoptan y utilizan estos conceptos para presentarse ante los votantes. ¿Quién podría explicar a un ilustrado que, despistado, apareciera por nuestro mundo, que lo más sencillo para no equivocarse en las urnas sería huir despavorido de cualquier partido que prometiera democracia, libertad o progreso? Presentarse desarmados en el campo de batalla; ese es el drama y la profundidad de la derrota de los ilustrados y cosmopolitas de hoy. Antes de prometer paraísos lejanos y abstractos a unos electores desengañados y blandir una y otra vez sin convicción las mismas imágenes del pasado, deberían rescatar sus ideas de sus enemigos y luchar sin cuartel por dotarlas de contenido real. Pero para ello tendrían que creer en esas ideas con tanta convicción como fingen sus enemigos. Es 2017, pero se parece a 1917.

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