Inútil como Garcilaso o Einstein
No podemos olvidar que la situación de la filosofía en el sistema educativo nunca ha sido buena
En 1940, en el centro de internamiento Stalag VII-A en la localidad de Görlitz, fronteriza con Polonia, un oficial alemán facilita clandestinamente al prisionero Olivier Messiaen unos cuadernos de notación musical. El músico francés proyecta de inmediato una “danza frenética para las siete trompetas”, cuya tensión rítmica tendería a crear una atmósfera de pesadilla. La pieza sería insertada como movimiento número 6 en una composición de 8 partes, titulada Cuarteto para el fin de los tiempos y encabezada por la evocación del ángel apocalíptico: “y al sonar de la trompeta del séptimo ángel, el misterio se consumirá”.
El Quatour fue finalmente interpretado en un gélido 15 de enero en un hangar del Stalag VII-A, con destartalados instrumentos. Messiaen mismo nos contagia del peso emocional de aquel estreno evocando a unos seres que, en situación de sufrimiento físico, indigencia y sentimiento de derrota tenían sin embargo la fortuna de compartir con el compositor y los intérpretes un momento de creación, vivificando así el rescoldo de espíritu que anida en toda persona, aun diezmada por la desesperanza.
Y al igual que ocurre con el esfuerzo de simbolización a través de la obra de arte, el ser humano supera también lo azaroso de su circunstancia tanto en esa tensión por hacer el mundo inteligible que es la ciencia, como en ese destino final de la ciencia que constituye la filosofía. Pues la simbolización y el conocimiento no son aspectos contingentes de nuestra existencia, que persistirán o no en función de si son útiles para intereses exteriores; son la expresión misma de que el hombre lleva a la práctica las potencialidades de su condición de ser de razón, son un fin en sí. Max Born, uno de los más grandes físicos de ese siglo XX en el que la física misma dio paso a un renacer de la filosofía (meta-física o reflexión tras la física), sostiene en un libro sobre Einstein que lo esencial en el científico no es otra cosa que responder “al ardiente deseo de toda mente pensante”, deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar “sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia”. Irrelevancia para la existencia empírica, pero fundamental para la dignidad del espíritu humano, y exigencia difícil de erradicar aun en las circunstancias más ásperas.
Si la práctica de la filosofía constituye una finalidad en sí, lo mismo cabe decir de la inmersión en la "églogas"
Hace un tiempo tuve ocasión de evocar aquí el juicio que en 1944 llevó al pelotón de ejecución al filósofo Jean Cavaillès y citaba su respuesta al miembro del tribunal nazi que le preguntaba por las razones subjetivas que le habían movido a la resistencia: dado su amor a la Alemania de Kant y de Beethoven, con su postura militante “demostraba que realizaba en su vida el pensamiento de sus maestros alemanes”. Recordaba asimismo que, esperando el día de su fusilamiento, Cavaillès prosiguió en la cárcel un tratado de lógica y teoría de la ciencia. Las circunstancias eran amenazantes para la salud física y el equilibrio psíquico del hombre Cavaillès, pero fueron impotentes para hacerle renunciar al imperativo de pensar. Pues si bien la libertad es efectivamente el horizonte al que aspira todo proyecto humano, no hay que esperar a que la libertad sea efectiva para vivificar nuestra condición de seres de razón y de palabra. El mal es aquí vencido por la entereza.
Las tentativas por marginar a la filosofía en el sistema educativo no han de hacernos olvidar que su situación nunca ha sido buena. Si hubiera que esperar a que lo fuera ni tendríamos la Apología de Sócrates, ni el Diálogo galileano, ni el Discurso del Método. La filosofía resiste en razón de que el espíritu humano se complace en el hecho mismo de lograr manifestarse, de que el objetivo al que apunta no es otro que su propia fertilidad, y esa persistencia del pensar en tantas situaciones en las que toda esperanza social o individual parece vana constituye una decisiva prueba.
Pero si la práctica de la filosofía constituye una finalidad en sí, lo mismo cabe decir de la inmersión en la “églogas”, o del esfuerzo por entender las fórmulas de la relatividad restringida (el cual, de ser fructífero hará revivir la misma emoción que vivió su forjador). Tan inútil para la vida práctica es Aristóteles… como Garcilaso o Einstein. ¿Para qué la filosofía si no me permite recuperar a Julieta?, se lamenta el héroe melancólico de Verona. La respuesta, en estas palabras de Georges Canghillem relativas al evocado Cavaillès: “En el momento en el que hacía todo lo que es necesario para morir en combate, componía una lógica. Nos dejó así una moral, sin necesidad de haberla redactado”.
Víctor Gómez Pin es catedrático emérito de la UAB e investigador en l’École N. Supérieure de París.
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