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Porque lo digo yo
Columna
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Relato navideño exprés

Esa mañana hacía mucho frío en Madrid. Me subí en el autobús que iba atestado de gente callada, que cavilaba en silencio: esta tarde tengo que ir a comprar los regalos…

Autobús público de Madrid.
Autobús público de Madrid. Gtres

Esa mañana hacía mucho frío en Madrid. Me subí en el autobús que iba atestado de gente callada, que cavilaba en silencio: esta tarde tengo que ir a comprar los regalos… Que no se me olvide llamar a mi primo… Qué ganas tengo de cenar con mis cuñados y sus hijos… Yo también quise pensar en algo bonito, pero el único pensamiento que acudió a mi mente fue: ¿por qué las tiendas de 24 horas tienen puertas si nunca cierran?

Me fijé en un hombre rechoncho que iba sentado, aferrado a un paquete. En su cara revoloteaba la felicidad como si fuera una polilla. Con uno de sus deditos rechonchos pulsó el timbre de “parada solicitada” y se levantó. El asiento entonces me guiñó un ojo y me invito a sentarme en él: “Ya verás —parecía decirme—, ya verás qué bien”. Cuando me arrellané pude sentir un calor muy agradable, un calor casi hogareño que me abrazaba. Ese calor lo había dejado allí el hombre del paquete y lo había dejado para mí. Lo busqué con la mirada, distinguí un trozo de su hombro entre la marea de “gentecilla” que se apeaba del autobús. Me levanté como un resorte y salté a la acera; miré a un lado y al otro, lo vi alejarse por la calle de arriba. Corrí detrás de él, era muy importante que le diera un mensaje navideño.

Cuando le di alcance, él se volvió —como si adivinara mis intenciones— y me recibió con una beatífica sonrisa. “Señor, señor”, le dije emocionado, casi sin resuello. “Gracias por el calor de su culo”. “Abre el paquete”, me respondió él. Y lo extendió hacía mí. Miré el paquete; lo miré a él; él asintió. Lo destapé y del paquete salió un brazo que me arreó una bofetada.

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