Famosos sin orejas
Mucha gente habla a grito pelado del famoso que tiene delante como si este fuera un holograma carente de pabellones auditivos

¡Ay, la fama! Tantos la codician, y los que la poseen, no saben cómo sacársela de encima. Bueno, no todos, no nos engañemos: a un 50% de famosos, famosetes y famosillos les priva que griten su nombre por la calle, les paren para hacerse fotos con los móviles o les saluden con reverencia los maîtres de los restaurantes que no volverán a ver. El otro 50% del famoserío, lo de la fama salvaje, no lo puede soportar.
¿Se acuerdan de Notting Hill, aquella película en la que Julia Roberts, una estrella superfamosa se enamoraba de Hugh Grant, un tipo, ejem, completamente normal? Ella explicaba a sus amigos “normales” que la fama era mucho más dura de lo que nos había asegurado la profe de Fama, valga la megarredundancia: “La fama es dura”, decía, “y aquí vais a empezar a pagarla”. El precio más alto que pagaba Julia –y la mayoría de los populares, que no del PP– era el de tener que aguantar que hablaran de ella en sus narices como si no existiera.
Es curioso, pero mucha gente habla a grito pelado del famoso que tiene delante como si este fuera un holograma, por supuesto, carente de pabellones auditivos. “¿ESTE ES EL DEL TELEDIARIOOO, EL DEL… NOOO… EL DEL ESE QUE NO ME ACUERDO… SE HA PUESTO…”. Mientras decenas de ojos se clavan en él.
Ahí es donde los famosos se dividen en dos clases: los que disfrutan de su fama como una bendición se acercarían para desgranar su currículo desde su primer premio de interpretación, pero los que viven la popularidad como un castigo aprovecharían para perfeccionar un truco de su vieja caja de juegos de magia: el de la desaparición.
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