Tenemos que hablar, Kevin
Quiero que el reloj funcione, quiero mi dinero. Quiero mi gato, quiero mi tiempo, y el tiempo que tardé en tratar de recuperar el tiempo

Quise desmontar un reloj con forma de gato (falsa antigualla) y no se podía.
Razone su respuesta: el caso es que lo compré nuevecito en Nueva York —¡Esnob! ¡Asquerosa! ¡Escribió todo para fardar, veo los hilos del títere!— y no lo abrí, porque creí en la tierra de los sueños. Me dejé llevar por la imagen que tengo de Kevin Costner (él es mi reducción de salsa de todo Estados Unidos, Pedro Ximénez de ultramar) consiguiéndolo todo, porque es americano y joder, se lo merece. Yo también, Kevin.
Y en mi casa madrileña solo conseguí, pilas mediante, que mi relogato —made in China— marcara eternamente las siete y dieciocho. No arranquen con eso de que tendrá razón dos veces al día. Cállense, galianos. Quiero un reloj, no chatarra mística.
Mueve los ojos a los lados bien coqueto, y su cola se mece acompasada. Pero la hora —que es su único propósito— no muta. Es el reloj de un muerto. No lo estoy, aún. Quiero mi objeto útil, América.
Lo desguazo sin pereza. Me gusta hurgar en los objetos mecánicos. Y me encuentro una caja inexpugnable de plástico. Sus tornillos no existen. Ahora sellan las piezas con pegamento, dan por sentado que nadie se esforzará en revivir sus mecanismos.
Estoy furibunda, con un falso gato mecánico antiguo destripado y muerto desde antes, destornillador en mano y en un cul de sac procedimental que me toca los cojones, Kevin. Quiero mi sueño. Quiero que el reloj funcione, quiero mi dinero. Quiero mi gato, quiero mi tiempo, y el tiempo que tardé en tratar de recuperar el tiempo que ya no estaba porque ese puto gato, Kevin, ese puto gato no va.
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