Rita Mártir
La muerte no borra la vida ni la obra del difunto
Puede que el de fallera sea el traje más barroco del mapa autonómico, y no es decir poco. Las chicas tardan horas en atalajarse moños, agujas, pendientes, mantilla, corpiño, enaguas, faldón y mandil recamadito de lentejuelas antes de cruzarse la banda de hombro a cadera y de plantarse su mejor joya en el parteluz del canalillo. Ese exceso, ese horror al vacío define bien a ciertos valencianos capaces de tirar la barraca por la fenestra para exhibirse de puertas afuera aunque no haya para aceite dentro. Dicen que Rita Barberá no era muy festera, pero que en sus 24 años de alcaldesa se hizo la más fallera del Turia sin necesidad de vestirse de tal guisa. No le hacía falta. Ahí estaba ella porque había llegado. Con su pañuelo y sus perlones y su sello de la Virgen de los Desamparados y su penacho de pura sangre de horchata coronándole el cardado arriba Valencia. Más chula que un 888.
Debe de ser mortal para alguien con ese ego pasar de ser la jefa máxima, la fallera mayor vitalicia, la mascletá en persona aplaudida por la masa, a sentirse una apestada hasta para los suyos. Sobre todo para los tuyos. El calvario de Rita venía de largo, pero no fue hasta que los suyos le dieron la espalda en público, donde más le duele a un valenciano, cuando le cayeron encima sus 68 años. Ahí estaba ella los últimos días, con la raíz de tres dedos, las perlas lacias y un aura de naúfraga entre rendida, resentida y retadora. En esas, se la llevó la parca de madrugada. Noticia bomba: una mujer mayor con estrés notable sufre un infarto y no lo cuenta. La santa ira de unos, la absoluta falta de compasión de otros y la miseria moral de demasiados daban ayer arcadas. La muerte no borra la vida ni la obra del difunto. Hasta hace nada, se esperaba al entierro para desollar al fiambre. Pero eso era antes de Twitter. Ayer, unos y otros se arrojaban a la muerta estando la finada de cuerpo presente. Vamos mejorando.
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