Llamadme gilipollas
Qué oportunidad más maravillosa para darme autobombo y proyectar, aprovechando esta excusa, lo que pienso de mí mismo y de mi obra
Me encantaría que un compañero de profesión me llamara gilipollas —formulándolo como una broma, claro—. No en un corrillo rodeado de las risotadas cómplices de sus amigotes, sino en un programa de máxima audiencia. Seguro que motivos no le faltarían porque, aunque soy una persona brillante, he podido hacer algo —un anuncio, una entrevista— donde lo haya parecido. Suele pasar que siendo así, el interesado es el último en darse cuenta; me vendría bien pues oírlo de otra persona. Pero una vez sucediera me haría el ofendido y manifestaría rápidamente mi indignación a través de las redes sociales. En mi respuesta antepondría mis buenas acciones —una vez para una subasta benéfica doné una acuarela por que la que pagaron 20 “eurazos”—, haciendo patente lo injusto del apelativo. En el caso de que el emisor se arrepintiera y mostrara sus disculpas, no serían aceptadas. Redundaría en el hecho; haciendo conjeturas sobre el motivo. Insinuando que esa persona hablaba por boca de otra más poderosa. Que el exabrupto podría ser fruto de una campaña orquestada para desprestigiarme, porque soy alguien incómodo; alguien a quien se teme, se envidia… Qué oportunidad más maravillosa para darme autobombo y proyectar, aprovechando esta excusa, lo que pienso de mí mismo y de mi obra.
Así es que, compañeros, no os cortéis y si alguna vez —que no sería raro— vais a divertiros a El Hormiguero: llamadme gilipollas.
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