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Tentaciones

Por qué no hay que dejar que desaparezcan los bares de toda la vida

El 'grasabar' español, también conocido como bar 'de viejos' o bar Manolo, está en peligro de extinción y amenazado por la expansión de los locales estilo 'hipster'. ¿De verdad debemos resignaros a su desaparición?

Sergio C. Fanjul

¡Viva el grasabar español! Porque entras por la puerta y ya un camarero talludito, con chaquetilla blanca, te dice desde la barra metálica ¡joven!, te dice ¡buenos días!, te dice ¿qué desea? Viva el grasabar español porque uno siempre es joven tenga la edad que tenga y porque al poner un pie en la primera baldosa ya hay alguien preocupándose por satisfacer tus deseos. Porque en esta burbuja temporal de buenas viandas y campechanía, entre la vitrina que muestra la ensaladilla rusa y las alegres máquinas tragaperras, parece que todos ellos pueden hacerse realidad. 

El grasabar español es también conocido como bar tradicional, bar castizo, bar de viejos, bar Paco, bar Manolo, bar normal, o bar-de-toda-la vida y, como el lince ibérico, está en continuo peligro de extinción. Está amenazado, mayormente, por esa epidemia de bares hipsters de ladrillo visto, larga mesa de madera avejentada y gruesa bombilla vintage, que, como una infección maligna, avanza palmo a palmo por los barrios más céntricos de las grandes ciudades y empieza a hacer metástasis en provincias.

El grasabar español es también conocido como bar tradicional, bar castizo, bar de viejos, bar Paco, bar Manolo, bar normal, o bar-de-toda-la vida

Una se acoda en la barra del grasabar y enseguida le ponen su caña bien tirada, y ese torrezno justo, ese torrezno bueno, ese torrezno sincero. Pero el grasabar no es solo un lugar para grandes gestas etílicas (no me vayan a decir cipotudo) sino un artefacto hostelero perfecto donde uno puede tomar desde las tostadas con café del desayuno hasta las tapas de la cena, pasando por el correctísimo menú del día o un sándwich mixto con huevo para la merendola. Hubo un momento, en los albores de los tiempos, en que los gin tonics se tomaban solo en estos sitios, y sin ensalada dentro. Ahí siguen, como los cubalibres, por menos de cinco euros. Sin olvidar el clásico sol y sombra obrero que calienta a aquellos que hacen funcionar el mundo.

En el grasabar uno puede leer la prensa (sobre todo la deportiva) y también ver los informativos, el fútbol o el wéstern que por la tarde nos arroja Telemadrid. El grasabar es un lugar de encuentro de la ciudadanía (que diría el podemita) donde, horizontalmente, asamblean el jubilado, el adolescente, la mediana edad y, como se ve, muchos adultescentes, ricos y pobres, aprovechándose de los servicios anteriormente citados al mejor precio. El grasabar prepara suculentos bocatas, pero también ciudades y sociedades suculentas. El grasabar es vida en estado puro y colesterol contento. Joder, si hasta se pueden tirar las cáscaras de gamba a la marejadilla de servilletas usadas que olea a los pies de la barra.

Como digo, su archienemigo es el bar de batidos orgánicos y ensaladitas donde los modernos trabajadores autónomos se agarran al potente wifi como quien se agarra a un MacBook tras un naufragio. Si al emprendedor se le supone innovación y riesgo, la mayor parte de la clase emprendedora hostelera actual y moderna no se arriesga ni innova ni de coña, y se dedica últimamente a repetir por doquier este bar clónico, caro y sin alma, a ver si la flauta suena como ya les sonó a otros.

Hasta esos que decidieron ponerse a vender boles de cereales a precios desorbitados tuvieron al menos una idea novedosa, pero, por favor, no sigan replicando ad infinitum la dichosa estética que ya están haciendo suya hasta los bares mediopensionistas y las cafeterías de centro comercial. O háganlo, hagan lo que quieran, pero, por favor, que estos tiempos de capitalismo salvaje no se lleven por delante los grasabares. Desde aquí pido a quien corresponda que los nombren Bien de Interés Cultural. Y pido también otra cañita y media de bravas. Viva.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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