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Migrados
Coordinado por Lola Hierro

Diario de un cubano (X): Cuando Tim tiene... ¿Tim vale o no?

"La vida le había dado ya motivos bastantes para saber que ninguna derrota era la última".

Gabriel García Márquez

Aquel día amanecí con el temor que se tiene ante lo desconocido, con la sensación de la soledad de un cuarto oscuro y el repentino impacto de la luz en las retinas cuando se abre una puerta de repente. El cuerpo no reacciona a los cambios con la premura que a veces necesitamos y es solo entonces cuando nos abandonamos al desaliento, quizás como medida preventiva al fracaso.

Me pase la mano ligeramente por la barbilla, pero no paré hasta cubrir con mis dos manos la cara, no sé si en señal de desconcierto o porque estaba aterrorizado con la idea de salir a la calle a buscarme la vida o barajar la posibilidad de que la propia vida me encontrase. Me hubiera quedado mucho más en la cama, aunque por mucho que me empeñara en buscar, no encontraría nada más que un montón de arrugas en la sabana y un ser casi vencido, un cuerpo devastado como si hubiera peleado una guerra.

Me repuse con trabajo y caminé hacia el salón con la lentitud con que me corría la sangre por mis venas. Escuché una voz nítida que se filtraba por el extenso pasillo: "No sé cómo hará para pagar las facturas de este mes…". Sin duda, se refería a mí. La cuenta atrás había llegado: no sería esta la primera vez que el péndulo del materialismo estaría sobre mi cuello, pero fue, tal vez, la inolvidable primera vez, la certeza del desamparo y la mordaza de no valer por lo que soy y sí por lo que puedo pagar.

Alguien me había dicho que la vida que aún no conocía, la que se esconde detrás de los neones y los anuncios publicitarios, se regía de otra forma. Recordé tanto lo que decía mi abuela Emilia, mujer sabia que pensaba más de lo que hablaba: ella solía recitar una frase que parecía sacada de un libro de cuentos infantiles y que sentenciaba burlescamente: “Si Tim tiene, Tim vale. Pero si Tim no tiene, Tim no vale”.

Nunca llegué a saber quién dijo aquello; respiré profundamente y dejé que el oxígeno entrase a poco en mis pulmones, quizás buscando que la pureza limpiara la culpa que me inundaba. Callé, me miré ligeramente en el espejo: las señales de cansancio eran visibles, al otro lado se reflejaba un yo desprovisto de fe, irreconocible y desanimado. Comprendí que debía encontrarme dentro de los cadáveres de la derrota, no importaba cuánta sangre y cuerpos arrastrados hubieran en aquel fondo en que me vi; debía esquivar, nadar y llegar a la superficie, no había otra forma.

No recuerdo exactamente cómo llegue aquella tarde a aquel lúgubre bar. En una esquina cualquiera me encontré con un grupo de coterráneos, los reconocí desde lejos por sus gorras fosforescentes asidas a la cabeza, sus exaltados gestos y las risas desmedidas. Me acerqué a ellos tímidamente, ya nada tenía que perder. Sin darme cuenta, estaba contando a todos mi desacierto.

Dentro de ellos había un hombre alto que seguía con atención mi historia. En realidad nadie dijo nada, todos callaban y se miraban entre ellos. En un impás de silencio me dijo: "¿Por qué no vienes y nos tomamos algo sentado en aquella mesa de allí?". Me negué. "No tengo dinero para pagar, me despidieron y aún no me han pagado, tengo que pagar facturas y en fin…". El hombre me puso la mano en el hombro: "No importa, invito yo". La próxima media hora no fue diferente, mi letanía apesadumbrada no tenía fin… "Bebe esa cerveza y cálmate ya!" -me dijo con énfasis- "Disfruta una buena cerveza y ya verás cómo puede cambiar la suerte".

El hombre metió la mano en su bolsillo, sacó unos billetes mal doblados los tiró sobre la mesa. Pude ver que la cantidad era suficiente para pagar mis deudas y vivir el resto del mes. "Mañana espera mi llamada, te ayudare a encontrar trabajo", me dijo.

Por unos segundos quedé estupefacto, indeciso. No conocía a ese hombre, dudaba de sus intenciones... Sentí una vergüenza indescriptible, dentro de aquella jungla anunciada había encontrado una persona que al fin era capaz de dar sin esperar nada a cambio. No menos extrañas fueron sus palabras después: "Hijo, no tienes que pagármelo, a mí que me lo pague la vida".

"Una vez más el destino te pone seres extraños en tu camino", me dije para mis adentros. Intenté devolver el dinero, excusarme, levantarme y marcharme, pero era más ingente mi necesidad que la vergüenza que me impulsaría a hacer algo así. Bajé la cabeza lentamente y mis lagrimas corrieron por mi cara, no sé si era por liberar la presión interna, si era por la sorpresa o por haber encontrado una mano que me sacara de aquella tenebrosa realidad.

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